miércoles, 24 de enero de 2018

La identidad en las redes sociales, una aproximación antropológica.

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    Esta breve reflexión antropológica surge como respuesta a ciertos tópicos que escucho por ahí acerca de la relación de los adolescentes con las redes sociales. 

    El primero de estos tópicos es que los chicos llevan una vida falsa en las redes. Crean un personaje a base de fotos, comentarios acerca de su vida, emoticonos, etc... Este personaje es planificado sistemáticamente desde fuera y no se corresponde en absoluto con su propia identidad. En las redes sociales se proyecta la imagen que uno quisiera ser, pero no es más que eso, una imagen y, por tanto, falsa. Esto es cierto. Creo que cualquiera que haya abierto, aunque fuera una sola vez en su vida, una red social del estilo de facebook, instagram o twitter, se da cuenta de que todos proyectamos una imagen idealizada de nosotros mismos, lo que nos gustaría ser a ojos de los demás. Como digo, esto es cierto, pero no creo que en esto internet difiera sustancialmente de lo que sucede en las relaciones humanas en las que hay contacto físico. Como demostró Erving Goffman en La presentación en la vida cotidiana, los seres humanos mandamos continuamente información a los demás acerca de nosotros mismos. Así, por ejemplo, si veo a una persona con una espalda muy ancha, los pectorales bien desarrollados y unos brazos de hierro, inferiré sin dificultad que a esa persona el gusta el deporte. Algo parecido sucedería si me cruzo con un chico con rastas, pendientes y tatuajes. Me haré una idea de cómo es su personalidad, o al menos su forma de pensar. Estaré convencido de que estará próximo a movimientos anarquistas o de izquierdas y que en absoluto será votante 
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No nos hace falta encender el micrófono para
saber cómo es este chico.
de un partido conservador estilo PP o Ciudadanos. Si, por el contrario, esa persona llevase el pelo engominado, un audi A8, una pulsera con una banderita de España y una cazadora Besltaf, pensaré que es un neocon, probablemente un empresario de éxito. Según Goffman -y en eso estoy totalmente de acuerdo con él-, las personas podemos manipular esa información para que los demás se hagan la idea de nosotros que deseamos. Me cito a mí mismo explicando a Goffman:


... la gente trata de presentar a los demás una imagen de sí misma que le sea ventajosa y, al mismo tiempo, sea creíble.  Esto sucede mucho hoy en día, con esos pelos estudiadamente descuidados y las barbas muy muy largas. Los modernillos se pasan horas delante del espejo colocándose los pelos exactamente donde deben estar para parecer descuidados y, al mismo tiempo, estar muy guapos. De este modo, cuando interactúan con alguien, transmiten la imagen de que son personas descuidadas y que su belleza es natural, sin necesidad de arreglos y aceites -lo que, evidentemente, es falso-. Lo mismo sucede con el lenguaje corporal de los políticos. Antes de los debates, hay decenas de expertos en paralenguaje y kinésica diciéndole al político de turno dónde tiene que mirar, qué cara tiene que poner, cómo mover las manos y dónde hacer pausas para que el público se haga la imagen de ellos que se desea.


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    En Facebook, Twitter o Instagram se hace exactamente lo mismo, con la única diferencia que la interacción no es directa, sino mediada por una pantalla. Por lo demás, el proceso es el mismo. Se manipula la información emitida de forma deliverada y sistemática. Quizá, en lo poco que se diferencia lo que se cuelga en instagram de cruzarte con un punkie con cresta por la calle es que en internet la relación está mediada por una pantalla, lo que nos permite una planificación y manipulación más detallada de nuestra imagen pública. Pero incluso esto no es exclusivo del siglo XXI y las nuevas tecnologías. Esto lo entendieron muy bien los gobernantes hace miles de años. Los faraones egipcios o los césares romanos ejercían el poder desde un aparato de propaganda que consistía, exactamente, en ofrecer una imagen divina de sí mismos por medio de estatuas, desfiles, etc... Y hasta me atrevería a añadir que las relaciones epistolares tan corrientes hasta nada permitían planificar nuestra imagen pública exactamente igual. 


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    El segundo tópico consiste en repetir que los adolescentes cuelgan fotos suyas que de ninguna manera se atreverían luego a ir así por la calle. Esto también es cierto. A veces me alucinan algunas de las fotos que veo por ahí. Sin embargo, me temo que esto tampoco es algo exclusivo de la red. En primer lugar, la red es una interacción mediada. El hecho de que entre los interlocutores haya una pantalla traza una frontera simbólica entre ellos, de modo que las personas se sienten menos cohibidas. Estas fronteras simbólicas no se dan solo en internet. Una de las historias de Relatos Salvajes, la película de Damián Szifron, refleja perfectamente esta barrera simbólica del espacio. La acción se precipita cuando un ricacho que conduce un Audi insulta a un señor que lleva un coche viejo y cochambroso. Si no fuese por la barrera simbólica del espacio dentro del coche, el conductor del Audi de ninguna manera insultaría al otro. En la calle, sin coches de por medio, no se atrevería a hacerlo ni loco. 

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Relatos salvajes.

    En segundo lugar, para entender que la gente se exhiba en internet de forma que de ninguna manera haría en la calle, es necesario comprender el modo en que los contextos y los espacios determinan la conducta humana, más allá de las fronteras físicas de las que acabamos de hablar. No hace falta que hablemos del coche. Basta con una actividad tan corriente como ir a la playa. En ella, los bañistas se exhiben ante los demás con unas prendas de ropa  que en poco se diferencian de la ropa interior. A nadie le extraña, ni nadie ve nada malo en ello. Pero a ninguno de estos bañistas se le ocurriría ir en calzoncillos o bragas y sujetador por la Gran Vía. Con las redes sociales sucede lo mismo. Es un contexto diferente, así que la actuación de las personas es distinta. 

    El tercer tópico acerca de las redes es la obsesión por gustar, expresada en los followers, los likes, los comentarios o el número de visitas. Esto también es cierto. Mis alumnos adolescentes se ufanan del número de followers que tienen en instagram y cuando quieren hablar bien de una persona se refieren a sus likes o sus seguidores. Bien. Otra vez sigo sin ver nada que diferencie las redes de la vida real. ¿Desde cuando a los jóvenes no les importa lo que piensen los demás, independientemente de que se exprese a través de un like, de unas palmaditas en la espalda o ser el/la popular del instituto? Ya hace veinticinco años que yo fui adolescente, pero me acuerdo perfectamente de lo que pensaba, de la tensión por ser aceptado y el sufrimiento cuando descubrías que le caías mal a tus compañeros de clase, aunque no fuesen tus amigos. 

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    Esta obsesión por gustar me lleva a la crónica de vidas intrascendentes que se suele llevar en la red y que a mí personalmente me parecen un ejercicio de soberbia -de hecho, me reí de ellas en una sucesión de artículos de costumbres a las que titulé Historia sobre nada (Primera partesegunda partetercera parte). Pero no creo que sea un fenómeno exclusivamente adolescente, sino el resultado del progreso, que nos ha llevado a tener vidas aburridas, y de una sociedad vuelta hacia sí misma. 

      El cuarto tópico es la virtualización de las relaciones, como queriendo decir con esto que no se trata de relaciones reales. Con esto no estoy de acuerdo en absoluto. Me vuelvo a citar a mí mismo:

    A Goffman le resulta curioso que el significado original de la palabra persona fuese máscara, e interpreta este significado como un reconocimiento del hecho de que cada uno de nosotros desempeña un rol y que es en estos roles donde nos conocemos a nosotros mismos. Con esto lo que quiere decir es que las personas interactuamos unas con otras. Al interactuar, lo hacemos de acuerdo con una serie de valores y normas de conducta que hemos aprendido y que funcionan un poco a forma de convención entre nosotros.

(...) 

    Por poner un ejemplo, yo, un martes de febrero, voy al instituto a primera hora. Allí me encuentro con el jefe de estudios y otros profesores con los que intercambio unas palabras y con los que desempeño el rol de compañero de trabajo. Luego me voy a clase y con los alumnos me comporto como un profesor, que no es lo mismo que un compañero de trabajo, porque no les cuento lo mismo, no digo lo mismo y, en definitiva no soy igual. Cuando toca el timbre me voy a casa donde está Ana, mi mujer, con quien soy de otra forma. Suelo pasar la tarde leyendo o trabajando y a eso de las ocho, me gusta quedar con los colegas para tomar algo en el bar. Allí vuelvo a ser otro, un amigo, no un marido, ni un compañero de trabajo, ni un profesor. Les cuento cosas que a los otros no y les oculto otras que a mi mujer confieso. No les doy besos, como a ella, pero sí a veces nos damos abrazos amistosos, cosa que ni se me pasaría por la cabeza hacer con un compañero de trabajo o un alumno. Entonces, ¿quién es Curro? ¿el compañero de trabajo? ¿el profesor? ¿el marido? ¿el amigo? 

   ¿No llevo en cada una de estas interacciones una máscara, como diría Goffman? Pues lo mismo sucede con internet. Uno exhibe una máscara, un perfil, porque adoptamos un rol, cosa que hacemos y absolutamente todas nuestras relaciones, independientemente de dónde y con quién sean. 

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    Evidentemente, en internet es más llevar este juego de la máscara y el rol hasta el extremo y que, por poner un ejemplo, un viejo se haga pasar por una chica de quince años en un chat. Es cierto. Pero no deja de ser cierto que en las interacciones fuera de la red también hay mucha gente que utiliza este juego de la máscara para engañar haciéndose pasar por quien no es. 

    Prueba de que las relaciones en internet son reales es que tienen consecuencias reales. No hace mucho August Ames, una pornstar, se suicidó por causa del acoso que sufrió en las redes por no querer rodar una escena con un homosexual sin preservativo. Hay chicos que se deprimen y pueden llegar incluso a hacer tonterías porque otros dicen o cuelgan cosas negativas sobre ellos. 

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August Ames

   El hecho de que muchas veces, los jóvenes no sean conscientes de las consecuencias que tienen sus actos en las redes. Eso es precisamente porque la planificación sistemática de la imagen, el alejamiento simbólico tras la barera de la pantalla y la máscara tras el perfil confunde a algunos y les hace creer que efectivamente, las relaciones en internet son virtuales y que, por tanto, no tienen consecuencias. Falso. Las relaciones no son virtuales, por lo que sí las hay, y deberían ser conscientes de ello en todo momento. 

  

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