domingo, 19 de noviembre de 2017

Control simbólico y control social en Antropología.

La concepción de la cultura que orienta este post es la que considera que es el instrumento por el que se guían los seres humanos para orientar su conducta. En palabras de Geertz,

“la cultura se comprende mejor no como complejos de esquemas concretos de conducta -costumbres, usanzas, tradiciones, conjuntos de hábitos-, como ha ocurrido en general hasta ahora, sino como una serie de mecanismos de control -planes, recetas, fórmulas, reglas, instrucciones (lo que los ingenieros de computación llaman “programas”)- que gobiernan la conducta”[1].

Y Geertz matiza así su concepción de los esquemas culturales:

            “Así como el orden de las bases en una cadena de DNA forma un programa codificado, una serie de instrucciones o una fórmula para la síntesis de proteínas estructuralmente complejas que rigen el funcionamiento orgánico, los esquemas culturales suministran programas para instituir los procesos sociales y psicológicos que modelan la conducta pública”[2].

El imaginario simbólico es uno de los medios a través de los cuales las colectividades orientamos nuestras conductas. Los hombres ordenamos el mundo a partir del imaginario simbólico, que es el resultado de nuestra experiencia acumulada a través de los siglos. De acuerdo con Gilbert Durand, este imaginario simbólico nos permite sintetizar la experiencia individual y colectiva y relacionarla con nuestras ideas y sentimientos más característicos. El símbolo es el medio por el cual el hombre expresa culturalmente su experiencia vital universal[3].
Si, como sostienen Clifford Geertz y Talcott Parssons, la cultura -que está compuesta por símbolos- está formada por programas de conducta que guían y orientan a los seres humanos, los símbolos devienen en una forma de control social. La forma de expresar el modelo del mundo se convierte en una de las infraestructuras básicas para la percepción del entorno social y natural que determina nuestra relación con esos contextos. El control simbólico es sinónimo de control social.

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Este control social es posible gracias a que los símbolos se adquieren en el seno de la cultura. Si, como afirmaba Jung, los arquetipos son la experiencia acumulada por la humanidad, que ha sido incorporada a su patrimonio genético a lo largo de la evolución, y el componente cultural de los símbolos/arquetipos no es más que el aspecto formal de los mismos, sería imposible el control social mediante el control simbólico, porque los símbolos y los motivos tendría un significado estable no susceptible de ser manipulado. Sin embargo la ecuación cultural y contextual es determinante en la constitución de símbolos. Los símbolos son aprendidos y, por tanto, pueden ser manipulados para orientar las conductas. Como Victor Turner[4] y Mary Douglas[5] han señalado retomando las viejas ideas de Sapir, los símbolos no sólo sirven para transmitir conocimientos, sino que también expresan y transmiten valores y sentimientos con respecto a esos conocimientos. Turner señala que cualquier sociedad tiene que tener la suposición de que ciertos valores y normas tienen carácter obligatorio para todas las personas. Los símbolos ponen en contacto las normas éticas y morales de la sociedad con estímulos emocionales. Para mantener esta cualidad axiomática de las normas, las sociedades disponen de ciertos mecanismos, entre los que destaca la religión, el ritual y el arte. Los símbolos son los medios a través de los que la religión, el ritual y el arte transmiten esos valores morales acerca de las cosas. Los símbolos nos dicen que está bien y qué mal, qué es correcto y qué no y, en definitiva, cómo debemos vivir.
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Esta forma de control social es ejercida por los símbolos en un doble sentido: al mismo tiempo que creamos nuestros símbolos en función de la realidad que percibimos, los símbolos crean, a su vez, esa realidad. Es una relación de feedback. Por ejemplo, la vida que se nos vende en el mundo contemporáneo por medio de la publicidad es tan real que creemos que la conocemos y deseamos, confundiendo este modo la realidad con el deseo.
En este sentido, deviene fundamental el concepto de representación colectiva, entendiendo por él las formas de producción de sentido que permiten interpretar la realidad y legitimar o deslegitimar las relaciones sociales. Todas las culturas crean discursos para convertir a sus miembros en actores sociales y, al mismo tiempo, para crear una realidad social común a todos ellos, de modo que así se configura la acción social. En conformidad con el marxismo clásico, se trata de realidades sociales construidas que configuran la acción social y biología, aunque no sostengamos (como hacía el marxismo clásico) que las ideologías se puedan reducir a lo político. Empleamos, por tanto, el concepto de “representación colectiva” en un sentido mucho más amplio: en un sentido cultural. Las representaciones colectivas son el medio por el cual se crean las ideologías.
Robert Escarpit denomina “evidencias” a las representaciones colectivas”:

            “Cuando dos jugadores de ajedrez emprenden una partida, suponen que ya llevan un cierto número de juzgadas. Esta convención, válida sólo para estos dos jugadores y para esta partida, les evita gestos y cálculos inútiles, ya que todos los indicios posibles son conocidos y están catalogados. El juego creador empieza solamente en un punto de la partida que varía según la fuerza de los jugadores. Todo lo precedente es considerado como adquirido por evidencia.
            Lo que es verdadero para una comunidad de los jugadores y para una partida de ajedrez es igualmente válido para toda la comunidad humana y para esta partida sin término que es la vida de todos los días. Las sociedades -naciones, grupos culturales, clases, familias, etc.- “segregan” sistemas de evidencias de índole muy diversa (intelectuales, afectivas, morales, prácticas), que son las “jugadas hechas”, los “indicios de la partida” de la existencia común de los miembros de esta sociedad. Así es como un francés medio al tomar una resolución que atañe a su responsabilidad moral, no pone en tela de juicio los mandamientos del Decálogo. Así es como un estudiante no pone en tela de juicio los teoremas derivados del postulado de Euclides para hacer su deber de geometría. El primero admite por evidencia que es malo matar o robar. Y si no lo admite, incurre en una sanción, lo mismo que el estudiante a quien se le ocurriera no admitir el postulado de Euclides. Como las evidencias definen y cimentan la cohesión del cuerpo social, se constituyen en una doctrina, en una ortodoxia que coloca en los individuos por medio de reflejos condicionados y que protege por medio de sanciones”[6].
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Escarpit
Tradicionalmente se consideran ideologías naturalistas las que se refieren a un orden natural de las cosas o transmiten con sus representaciones que el mundo que en ellas se expresa es natural. Sin embargo, todas las ideologías son culturales, ya que son el resultado de las representaciones colectivas. Los símbolos que configuran las ideologías, son aprehendidos en el seno de la cultura y no nos vienen dados a los seres humanos de forma innata simplemente por el hecho de ser seres humanos.
Las representaciones colectivas son coherentes dentro de sí mismas al mantener los símbolos que las componen interrelacionados entre sí. Las representaciones tienen como función social la configuración de estructuras de carácter o tipos de personalidad de los individuos y, al mismo tiempo, procurar y reproducir el orden social. Por medio, entre otros, del imaginario colectivo, las representaciones ofrecen un modelo de conducta, de identidad y de pensamiento. Así, todas las personas que se ven influidas por una identidad colectiva aspiran a parecerse tanto en su forma de ser como en su comportamiento al modelo que en esta identidad colectiva se le propone. Se convierten así estas identidades en un medio privilegiado de control social. Los grupos dominantes hacen apología de su identidad sobre los oprimidos, a los que se les convence para que aspiren a parecérseles y a abandonar su propia identidad.
Desde un punto de vista psicológico, las representaciones colectivas definen la realidad, lo que existe y lo que no. Los seres humanos definen el mundo, la naturaleza y la sociedad a partir del sentido de identidad[7]. Lo que no existe en nuestra cultura, no nos afecta. Así, por ejemplo, una maldición no nos afecta si no creemos en ella. Por ello, las representaciones colectivas estructuran los deseos de los seres humanos y sus aspiraciones desde un punto de vista psicológico. Deseamos lo que las representaciones colectivas nos dicen que es bueno y rechazamos aquello que estas representaciones nos dicen que es negativo. Asimismo, a partir estas representaciones colectivas nos hacemos una idea de lo que es posible y podemos desear y lo que es imposible y no.
Desde un punto de vista social, Mary Douglas otorga a las representaciones colectivas tres funciones:
1. Son un mecanismo de enfoque cognitivo que establecen la forma en que los grupos sociales conciben el tiempo y el espacio, los tipos de expectativas, la autopercepción de la experiencia o las prácticas sociales.
2. La memoria y la atención se fijan a través de estas representaciones colectivas provocando una rutinización estructural. Así, por ejemplo, la división actual en siete días de la semana con dos festivos al final, otorga al sábado y el domingo un carácter positivo, aunque la persona por cuestiones laborales no descanse el fin de semana.
3. Controlan las experiencias de los miembros de la sociedad, subrayando la identidad social de los mismos, basándose en la eficacia de la acción simbólica por las afirmaciones que conlleva y que produce.
Así, para Mary Douglas es la sociedad la que nos ofrece el modelo de pensamiento[8].

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El imaginario simbólico al que pertenecen los motivos sería uno de los instrumentos ‑o medios, si se prefiere un término con menos connotaciones semánticas- por los cuales las sociedades crean sus propias representaciones colectivas. Ejemplo de ello podría ser una de los más importantes éxitos de ventas en los últimos años en nuestro país: La Catedral del mar. Aparentemente se trata de una obra de evasión, y así es aceptada y asumida por el gran público. La novela está ambientada en la Barcelona medieval. El protagonista, hijo de un payés catalán al que se ha desposeído injustamente de toda su hacienda, inicia su andadura en el mundo en la indigencia más absoluta. Poco a poco, gracias a su habilidad personal y a su rectitud moral, va venciendo innumerables dificultades y se va sobreponiendo a los reveses del destino, hasta que, ya adulto, consigue labrarse una buena posición social, goza de una vida de opulencia económica y se casa con una joven bella y virtuosa[9]. Como decimos, esta obra se vende como una novela de evasión y así es leída inocentemente por miles de personas. Sin embargo ¿no se encarna en este personaje el ideal del capitalismo, el self made man? Contraviniendo cualquier ley del rigor histórico, el autor nos presenta una sociedad difícil, hostil, pero en la que un hombre dotado de habilidad e inteligencia puede triunfar. Como en el ideal capitalista, todo el mundo puede ser Bill Gates. Sólo hacen falta buenas ideas y tesón. El personaje modelo de La catedral del mar, que ha sido repetido en innumerables ocasiones en los best sellers de Noah Gordon o Ken Follet, es un motivo típico de las representaciones colectivas propias del capitalismo protestante. Arnau Estanyol encarna la ética del trabajo y del esfuerzo sobre la que se sostiene el capitalismo[10]. El hombre debe trabajar en este mundo con tesón y ahínco porque será recompensado. Siempre hay una oportunidad para los hombres de valor. Cualquiera puede triunfar, aunque la realidad diaria nos demuestre implacablemente que es falso. El capitalismo se perpetúa, entre otras formas, creando representaciones colectivas que indican a los hombres cómo deben vivir y a qué deben aspirar. Los jóvenes se vuelven emprendedores y los pocos que logran triunfar partiendo de una situación desfavorecida, como Amancio Ortega, son convertidos en héroes populares. Los que fracasan no lo hacen porque la sociedad sea injusta ni porque haya un reparto desigual de oportunidades o capital, sino por su falta de habilidad, y ahí están los ejemplos de Amancio Ortega o del protagonista de La catedral del mar para demostrárnoslo. Son los mejores los que triunfan. Los demás pueden ser buenas personas o incluso estupendos amigos, pero no merecen nada mejor. Los compañeros de Arnau Estanyol en La catedral del mar, que trabajan con él cargando piedras para construir la catedral y que tan bien se portan con el protagonista, asisten como simples comparsas al auge social de Arnau Estanyol. Ni el protagonista, ni el autor, ni el lector se preocupan de esas vidas desperdiciadas en interminables jornadas cargando enormes piedras día tras día a cambio de un miserable jornal. Ni tampoco sentimos el más mínimo afecto por la madre del protagonista, raptada, violada y obligada a prostituirse durante toda su vida, y cuya única aspiración antes de morir es ver a su hijo gozar de una buena posición social; ni por su primera novia, también violada y obligada a prostituirse simplemente por sentir una irrefrenable pasión erótica por Arnau, que la lleva a exponerse sola a los peligros de la vida más allá de las murallas de Barcelona. Si es más difícil identificarse con ellas y conmoverse por su cruel destino, es porque las representaciones sociales colectivas del capitalismo transmiten la idea de que, en el fondo, se lo tenían merecido, pues carecían de talento.

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[1] Cfr. C. Geertz, La interpretación de las culturas, cit., p. 51.
[2] Cfr. ibidem, p. 91.
[3] Cfr. G. Durand, Las estructuras antropológicas de lo imaginario, cit.
[4] Cfr. V. Turner, La selva de los símbolos, cit.
[5] Cfr. M. Douglas, Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú, Madrid, Siglo XXI, 1973; Símbolos naturales. Exploraciones en cosmología, cit.
[6] R. Escarpit, El humor, Eudeba, Buenos Aires, 1962, pp. 96-97.
[7] J. C. Abric,Prácticas sociales, representaciones sociales”, en: J. C. Abric (comp.). Prácticas Sociales y representaciones, México D.F., Ediciones Coyoacán, 200, pp. 195-215; T. Ibáñez, Ideologías de la vida cotidiana. Psicología de las representaciones sociales, Barcelona, Sendai, 1988; D. Jodelet, “La representación social: fenómenos, concepto y teoría” en S. Moscovici (comp.), Psicología Social II. Pensamiento y vida social. Psicología social y problemas sociales., Barcelona, Ediciones Paidós, 1986, pp. 469-493; S. Moscovici, El psicoanálisis, su imagen y su público, Buenos Aires, Editorial Huemul S.A., 1979.

[8] M. Douglas, Cómo piensan las instituciones, Madrid: Alianza Editorial, 1996; Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú, cit.; Símbolos naturales. Exploraciones en cosmología, cit.
[9] Cfr. I. Falcones, La catedral del mar, Barcelona, Grijalbo, 2006.
[10] Cfr. M. Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Madrid, Alianza, 2002.

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