miércoles, 18 de octubre de 2017

7.3. Estudiantes.


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    De forma general, cuando los medios y los expertos hablan de educación, de su situación, de los planes de estudio, etc... apenas si se presta atención a lo que hacen los estudiantes en la escuela. Se debate en los medios de comunicación acerca de las asignaturas que se deben impartir, acerca de su distribución horaria, de diferentes métodos de enseñanza-aprendizaje, pero apenas si hay un comentario para todo aquello que los estudiantes aprendéis entre vosotros, estando juntos al margen de la autoridad de los profesores y la institución. De hecho, nadie os pregunta nunca -o si lo hace no os presta mucha atención-, pero, en caso de que lo hiciésemos, nos sorprendería muchísimo porque vuestra percepción es completamente distinta. Afortunadamente, yo hace mucho tiempo que dejé de ser alumno de instituto, así que para este post tendré que echar mano de cosas que he leído por ahí y de los recuerdos que me queden de aquella época -época a la que, por cierto, no tengo ninguna gana de volver-. 

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     Los estudiantes pasáis muchísimo tiempo juntos en la escuela. Esto hace que para vosotros el grupo de iguales sea importantísimo. Mucho más que los profesores y la institución educativa. Y es en el seno de este grupo donde aprendéis al menos tantas cosas como con la relación con los maestros. Estos nuevos saberes no los recibís de forma explícita como las mates o la lengua, sino que pertenecen al discurso oculto, ese conjunto de valores, patrones de conducta y cosmovisiones que determinan nuestra identidad y nuestra relación con los demás mucho más que las matemáticas o la física. Me gustaría idealizar este grupo de iguales al margen de las instituciones como un entorno de resistencia gracias al cual accedéis a unos valiosos saberes alternativos, pero la verdad es bien distinta. 

    En primer lugar, en el grupo de iguales aprendéis lo que es el concepto de norma. En el instituto hay alumnos populares guays y chavales marginados. Interactuando unos con otros, aprendéis cómo hay que ser para pertenecer al grupo de los guays. Hay que vestir de una manera, hacer determinadas cosas y decir otras. Son pautas normativas y códigos de comportamiento. El que no se ajuste a ellas, pasa a formar parte del grupo de los marginados. Si un estudiante va mal vestido, si no lleva el pelo cortado a la moda, si no sale los fines de semana y se coloca y desfasa un poco, si lo que le gusta es quedarse en casa viendo la televisión, etc... queda estigmatizado. Y a vuestra edad el estigma de raro, pringado, friki o como le queráis llamar es durísimo, porque te condena a no tener muchos amigos y a no ligar. 

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    Gran parte de la eficacia de la norma de conducta adolescente es que no tiene apariencia norma. Es creada por vosotros, no es impuesta por otras generaciones y, de hecho, tiene algo de discurso de contestación al opresor mundo de los adultos. En la norma adolescente hay que hacer cosas que desagraden a vuestros mayores. Está bien llevar una estética que les provoque, colocarse un poco o no hacer todo lo que le mandan a uno. Pero no por tener asociadas algunas actitudes y comportamientos de desafío, deja de ser una norma. Pensad, si no, qué pensaríais de un compañero que se viste como vuestros padres, que es totalmente abstemio y que hace la pelota a los profes. 

   Cuando comentemos esto en clase, todas me diréis que eso no va con vosotras, que a vosotras os da igual lo que piensen los demás, pero es mentira. No es más que pose para aparentar que tenéis mucha personalidad. Os importa y mucho. De hecho, la inmensa mayoría de vuestros pensamientos y actitudes están determinados por la opinión de los demás. No os haré reconocerlo delante de las demás en clase, pero sed sinceras con vosotras mismas y reconocéoslo. Aunque tampoco tenéis que flagelaros mucho por ello, porque todos, adolescentes y adultos, somos así. Buscamos incansablemente el reconocimiento de los demás. Ana, mi mujer, resumió actitud hacia la vida en una frase genial que condensa, bajo una aparente sencillez, un finísimo análisis de la naturaleza de nuestra cultura: lo que le gusta a la gente es gustar. Pensad sobre esta sentencia que podía haber firmado Thackeray. No solo en el hecho de depositar nuestros anhelos en la aprobación de los demás -a la mayoría de los cuales ni siquiera conocemos-, sino en el sentido de una vida encerrado en una tautología.


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    Interactuando entre vosotros, aprendéis a comportaros de acuerdo con la norma. Aprendéis que hacerlo supone la aceptación social y que no hacerlo conlleva consecuencias negativas. Cuando seáis mayores os comportaréis como la sociedad espera de vosotros, del mismo modo que habéis aprendido a comportaros como vuestro grupo de iguales adolescentes esperaba. 

    En segundo lugar, aunque la norma adolescente tiene cierto aire de resistencia a la cosmovisión de los adultos, lo cierto es que comparten muchos valores y patrones de conducta. El más importante es el de que la vida es jerárquica y competitiva. Esta concepción del mundo pertenece a lo que podríamos llamar las bambalinas del discurso de los adultos. James Scott en Los dominados y el arte de la resistencia distingue dos tipos de discurso, el público y el privado. El discurso público es aquello que se puede decir en público y que es una idealización de cómo las clases poderosas se ven a sí mismas -en el caso de nuestra sociedad todo ese rollo de la igualdad de oportunidades y el discurso políticamente correcto-. Pero esto no es más que una representación, como una obra de teatro. En las bambalinas de ese discurso público, tanto las clases dominantes como las dominadas, tienen su propio discurso, que solo sale a a luz cuando están seguros de que hacerlo no puede acarrearles problemas. El discurso privado es lo que la gente realmente piensa y hace. El capitalismo de consumo se basa en la competición entre las personas para obtener beneficios materiales en el mercado. En el discurso público, se dice que todas las personas somos iguales, que hay que asegurar la igualdad de oportunidades y que es una desgracia que haya pobres y que hay que hacer todo lo posible por acabar con esta lacra. Pero por debajo de este discurso público, está el discurso privado de la meritocracia, que tanto les gusta al PP y a Ciudadanos y que se basa en la concepción calvinista de la religión y la existencia. Dios reconoce a los puros de corazón en la tierra otorgándoles bienes materiales. Si eres pobre, es porque no eres grato a los ojos de Dios. Cada uno posee lo que se merece. Es decir, que si eres pobre, es culpa tuya y problema tuyo. Solo tuyo. Los pobres son chusma que se merece lo que le pasa. En público casi nadie se atreve a decir que no todos las personas somos iguales y que dedicamos un esfuerzo ingente para colocarnos en la parte alta de la pirámide social. Aún sois muy jóvenes para tener experiencia al respecto, pero alucinaríais si supieseis las mezquindades que somos capaces de hacer por dinero y prestigio. Vosotras, en vuestro grupo de iguales, aprendéis estas dos cosas. Otra vez no lo reconoceréis en clase delante de las demás -lógico, porque pertenece al discurso oculto- pero competís furiosamente por ser guays. Aprendéis que hay un discurso público y otro oculto, que hay competir populares, lo que hay que hacer para serlo y que para que haya gente popular, tiene que haber otros que no lo son. Y también aprendéis que no basta con la conciencia de haber triunfado socialmente, sino que ese triunfo debe ser bien visible a los demás por medio de símbolos. Del mismo modo que los adultos triunfadores de la sociedad de consumo nos rodeamos de símbolos de estatus como un coche caro, un reloj de firma o un abono para el fútbol en la grada más exclusiva, vosotros aprendéis la importancia de ir vestido a la moda, de un corte de pelo como tiene que ser, etc... (sobre los símbolos de estatus  podéis saber algo más aquí). 



    Cuando digo que todo esto del discurso oculto y la competitividad los aprendéis en el grupo de iguales, no quiero decir que este grupo esté diseñado específicamente para ello. La sociedad es así y una persona que por las circunstancias que fuese no se socializase en un grupo adolescente, bien puede incorporar este discurso a su cosmovisión. Basta con encender la televisión, ir a un bar a tomar un café o dar un paseo. El grupo de iguales adolescentes suele ser el primer espacio de socialización donde se toma conciencia de ello y se actúa en consecuencia. Los niños generalmente no son lo suficientemente maduros. La adolescencia, si me permitís la frase un poco cursi, es la etapa en la que se pierde la inocencia.  


   En tercer lugar, la cultura del estudiante implica hacer chistecillos, actitud de desafío al profesor, no hacer siempre las tareas encomendadas, etc... Estas acciones bien podrían ser interpretadas como símbolos de no adhesión a la institución escuela. Así, por ejemplo, interpreta James Scott estas actitudes entre los pobres con respecto a los ricos. Para él, son "el arte de la resistencia". Sin embargo, ya el propio Scott reconoce que raramente los dominados consiguen algo con este arte. Además, yo creo que más que discurso de resistencia, estas actitudes de algo desafiantes y pasivas son más una válvula de escape frente a vuestra alienación en la escuela. Allí no hay una sola decisión que toméis vosotros. Todo está pautado y determinado por adultos expertos y a vosotros no os queda otra opción que seguir los pasos que os han marcado. Esto, lógicamente, genera tensiones, y las aliviáis con estas pequeñas bravuconadas, que no dejan de ser eso, bravuconadas, porque al final todos pasáis por el aro.


miércoles, 11 de octubre de 2017

7.2. El currículum oculto.

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     Sería muy ingenuo pensar que lo único que se aprende en la escuela es el contenido o las estrategias cognitivas derivadas de las distintas materias. De hecho, los alumnos olvidan la inmensa mayoría de esos saberes en un periodo de tiempo bastante breve. Los chicos memorizan una serie de contenidos que repiten de forma vicaria en un examen y no vuelven a pensar en ellos, por lo que apenas si les dejan rastro. Yo, por ejemplo, no recuerdo prácticamente nada de lo que aprendí de física o biología. Tras quince años en el sistema educativo español, con todas aquellas asignaturas, planes de estudio, exámenes, etc... lo único que se fijó en mí fueron unos conocimientos muy básicos de matemáticas, unos rudimentos de física, química y biología, algo de geografía y la capacidad de leer y escribir. Lo que ahora sé de historia, arte, literatura, filosofía y antropología lo aprendí por mi cuenta, al margen del sistema de educación secundaria reglada. Con esto no quiero decir que la educación y la escuela no sirvan para nada. Ni mucho menos. La capacidad para leer y entender críticamente textos es un saber fundamental sin el que difícilmente pueden construirse saberes posteriores. La adquisición de estrategias cognitivas básicas es, en mi opinión, la función principal de la escuela. Si se me permite la metáfora, la educación y la escuela deben ser los encargados de crear los cimientos para que luego la persona pueda construir sus propios saberes en función de sus intereses. 

    Sea como sea, autores como Bowles, Gintis, Althusser, Baudelot o Establet han puesto de relieve que en la escuela se aprende muchísimo más que matemáticas o lengua. Es lo que se conoce como currículum oculto. 

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    En concreto, Bowles y Gintis denunciaron la "teoría de la correspondencia". De acuerdo con estos dos autores, en la escuela se bombardea a los alumnos con una inmensa cantidad de información subliminal que promueve y legitima el reparto de poder y las relaciones sociales propias de la sociedad capitalista. Se les satura hasta tal punto que no se cuestionan las regularidades políticas y económicas que inundan la vida cotidiana hasta convertirse en lugar común y en sentido común. En otras palabras, el sistema educativo forma a los alumnos para que de forma inconsciente acepten el sistema capitalista como algo natural y evidente. 

    Diferentes autores han puesto de relieve actuaciones concretas en este sentido:

    Por medio de currículum oculto la escuela reproduce exactamente las relaciones sociales que se dan en las empresas- Ambas se basan en un sistema jerárquico de autoridad. En la empresa hay unos jefes, debajo de ellos unos directivos, luego unos jefes de zona o capataces y abajo de todo los trabajadores. En la escuela, en la cúspide de la jerarquía, están las autoridades políticas en cuestiones de educación, luego los inspectores, a continuación el director, los jefes de departamento, los profesores y en la parte más baja los alumnos. La relación entre estos niveles de jerarquía es de sumisión. Todos están obligados a obedecer a aquellos que estén por encima en el escalafón. Por eso es tan importante la disciplina en la escuela, que convierte a los estudiantes en personas dóciles que acatan normas y órdenes con naturalidad. Se inculca de este modo en los alumnos el valor de la jerarquía, la disciplina y la sumisión a la autoridad.

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     La clase es una acción dramática que contribuye a crear alumnos sumisos ahora, adultos dóciles en el futuro. La figura del profesor y los atributos simbólicos de la autoridad es fundamental en esta acción dramática. El profesor se coloca frente a los alumnos, en un espacio en el que convergen todas las miradas, con un espacio entre él y los alumnos, lo que lo dota de estatus y lo diferencia de ellos. Y, al mismo tiempo, goza de libertad de palabra -puede hablar cuando le dé la gana sin pedir permiso a nadie-, mientras que los alumnos no.

     Los saberes y métodos son pasivos y repetitivos, como los que se espera que tenga un empleado. Incluso el comportamiento ideal del alumno es la sumisión, la ausencia de queja, el aceptar las tareas que se le proponen y realizarlas sin rechistar. Cualquier comportamiento contestatario es severamente reprimido por un procedimiento disciplinario, ya sean partes, expulsiones, castigos o expedientes.


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     El aula funciona exactamente igual que una empresa. Hay un jefe -los profesores- que damos órdenes a nuestra plantilla de trabajadores -los alumnos- para que lleven a cabo una tarea -el negocio-. La clase debe estar más o menos unida y, con frecuencia, les mandamos trabajos en grupo, para que vayan aprendiendo el trabajo colectivo de la empresa. Pero tampoco hay que pasarse. Alimentar demasiado el sentimiento de pertenencia a una comunidad podría ser subversivo, medio comunista, así que también se fomenta la iniciativa personal, el destacar por encima de los demás.

     Esta último nos lleva a la idea de competitividad, ese mantra capitalista del que se supone que surge lo mejor del ser humano, se fomenta por medio del sistema de calificaciones. Los alumnos pueden -y lo hacen- compararse entre ellos por medio de una prueba objetiva que establece quién es mejor que quién. Además, esta competición en las calificaciones se estimula haciendo depender el acceso a los mejores estudios de las calificaciones de los alumnos. Aquellos con buenas notas, acceden a las carreras más deseadas. Los que obtienen malos resultados, no acceden a estudios superiores y, por ende, suelen tener trabajos peor remunerados en el futuro. Los alumnos son conscientes de ello y por eso se esfuerzan en ser mejores unos que otros. 


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Selectividad. La quintaesencia de la competitividad.
   

    Tanto en la empresa/trabajo capitalista como en la escuela el individuo no tiene control sobre su trabajo. En la empresa, el trabajador no decide qué produce, del mismo modo que el estudiante no escoge qué estudia -evidentemente, hay un poco de margen. A los alumnos les dejamos escoger entre ciencias y letras, pero el margen es muy estrecho. Está muy claro qué es el conocimiento académico y los estudiantes no pintan nada a la hora de decidir cómo van a ser los currículos-. 

    La empresa capitalista incentiva a los trabajadores mediente un sueldo, del mismo modo que la escuela incentiva a los estudiantes con calificaciones. Tanto el dinero del sueldo como las calificaciones posteriormente pueden ser transformados en por cosas que se deseen. En el caso de los estudiantes, con frecuencia los padres felicitan y regalan cosas a sus hijos por sacar buenas notas. De este modo se inculca a los alumnos el valor de la productividad.

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    Si los alumnos no escogen qué estudiar en función de sus intereses y si se les premia por cumplir con un trabajo enajenado, se inculca la idea de que la finalidad del trabajo no es la satisfacción personal por hacer algo que a uno le interese o le guste, sino obtener un beneficio de él. 

    Se desarrolla en los alumnos una identidad de clase y las formas de comportamiento asociadas a los empleos que suelen desempeñar cada clase social. Así por ejemplo, los
alumnos de clases más desfavorecidas, que no llegan casi nunca a estudios superiores, aprenden a obedecer y actuar según las normas. Por el contrario, los ricos, que suelen cursar estudios superiores, aprenden en estos estudios el sentido de autonomía indispensable para el  desempeño  de tareas de dirección  y control.

     El hecho de que se permita y hasta se fomenten por parte de los profesores que haya huelga de alumnos es una prueba de que la huelga como forma de protesta le interesa al poder. Las huelgas realmente no no afectan al sistema, más allá de perder lago de dinero un día, porque el trabajo perdido se acaba compensando a lo largo del año. Si se canaliza el descontento de los dominados a través de la huelga, se hace a través de un medio que realmente no afecta al poder. Enseñando a los alumnos que cuando algo no les gusta hay que ir a la huelga, el poder se asegura en el futuro formas de protesta inofensivas. Esto se ve reforzado por el hecho de que muchas veces los alumnos van a la huelga por cosas que realmente carecen de importancia -con esto no me refiero a la última reforma educativa-. Y así se les transmite la idea de que, en el fondo, a la huelga se se va por cosas que no importan mucho y que las huelgas al finan son para no ir a clase o no trabajar, pero en ningún caso son nada serio.


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