domingo, 5 de febrero de 2017

Anexo: El significado social de los objetos.

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El otro día, mientras hablábamos en clase de las edades, me quedé atrapado con una suerte de corona de hojas que llevaba llevaba un nativo de las islas Salomón y que se ve en la foto de ahí abajo.

    Me quedé fascinado porque los seres humanos atribuimos a los objetos significados que no tienen por sí mismos. Eso que vemos en la cabeza de ese nativo, son cuatro hojas dobladas y ensambladas. Pero puestas ahí, encima de esa cabeza de esa persona concreta, son otra cosa. Y yo me pregunto ¿por qué las personas les atribuimos a los objetos significados nuevos? Después de darle vueltas, se me ocurren cuatro razones o cuatro significados distintos:

    1) El objeto como patrón de cambio:

    Una de las principales actividades humanas es la economía. Producimos, distribuimos, comerciamos y consumimos. El intercambio es un eslabón fundamental de esta cadena. Simplificando un poco, esto se hace de dos maneras:

   a) trueque: es el intercambio directo. Yo cultivo unos tomates hermosos. Tú, por tu parte, unos aguacates. Yo deseo los aguacates y tú mis tomates. Hacemos un trato. Yo te doy los tomates a cambio de los aguacates.


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   b) introducir un elemento intermedio como patrón de cambio. Para que la forma de intercambio descrito anteriormente tenga lugar, es necesario que haya personas con intereses complementarios. Yo debo desear tus aguacates y tú mis tomates. Si no se da esta condición, no hay intercambio. Por eso es muy frecuente introducir un objeto intermedio al que le atribuimos el significado de servir de patrón de cambio. El oro, por ejemplo, ha servido para este fin. Yo intercambio mis tomates por dos pepitas de oro,que tú podrás utilizar para cambiarlas con una tercera persona por patatas.


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    Los billetes y las monedas son otros objetos a los que se ha atribuido el significado de patrón de cambio. La sal también lo fue. Lo tenemos tan interiorizado, que no nos damos cuenta de que el dinero no son las cosas. Si sirven para conseguirlas, es porque nosotros le hemos dado ese significado. Pensad, si no, en una persona con un tesoro en una isla desierta. ¿Le proporcionarán las monedas y los billetes lo que necesita?

     2) el objeto como símbolo de estatus.

    Ni siquiera las primeras comunidades de homínidos todos los miembros eran iguales desde un punto de vista social. Hace miles de años había jefes, guerreros, campesinos y magos. Hoy hay presidentes del gobierno, banqueros, pintores de brocha gorda y carniceros. La posición social de las personas se proyecta simbólicamente sobre determinados objetos. Así, por ejemplo, al chamán de determinadas tribus de nativos norteamericanos se le identificaba por una piel de animal con la que se cubría. Hoy podemos distinguir a los soldados por el uniforme que llevan, o a un capitán de barco o a una monja por lo mismo. Ni la piel ni los uniformes significan por sí mismos la posición social que indican. Somos nosotros los que les atribuimos esos significados.


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    3) El objeto como símbolo de jerarquía.

  El objeto como símbolo de posición social nos lleva directamente al objeto como símbolo de jerarquía. Hay una cierta tendencia los seres humanos a la jerarquía, a darle más importancia a unas personas que a otras. No sé si es una tendencia natural o no. Es cierto que se da en muchos animales, pero eso no tiene por qué significar que es inherente al ser humano en tanto que animal. Sea como sea, el caso es que los humanos creamos jerarquías. No es lo mismo ser el presidente del gobierno que el jardinero del ayuntamiento. Los seres humanos proyectamos la jerarquía en objetos. Así, el dahomeyano que lleva la corona de hojas en la foto, con toda seguridad es una persona principal en su comunidad. Lo mismo sucede con las coronas de metales preciosos con las que se adornan los reyes occidentales o las bandas que llevan a veces los ministros.

    Pensad en un señor con el pelo engominado, paseándose con un Audi A8, un Rolex y ropa de firma. El valor de sus tres objetos no es sólo de su utilidad. La velocidad máxima permitida en autopistas y autovías son 120 km/h. Si decides saltar de la ley, puedes ir a 180, pero tanto para ir a una velocidad como a la otra, basta un Seat o Renault, no hace falta un Audi. Un Rolex automático de oro da la hora exactamente igual que un reloj digital de 15 € de Decathlon -incluso un poco peor, porque los relojes automáticos atrasan un poco-, y la ropa de firma abriga exactamente igual que un chandal y es más incómoda. Como digo, el valor de sus tres objetos no es el de su utilidad, sino el de símbolo de estatus. En nuestro sociedad de consumo, donde todo se vende y se compra y el valor de una persona se mide por su capacidad para adquirir objetos y servicios, ese señor nos está diciendo que puede dilapidar un montón de dinero en ellos y que, por tanto, ocupa una posición superior en la jerarquía social.


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    Lo más difícil para un antropólogo que trata de analizar su propia cultura es mantener la distancia suficiente como para no ver los fenómenos como algo natural. Un Audi cuesta en torno a unos 50.000 €. Un Seat unos 20.000. Una persona que cobra un sueldo medio de 30.000 € y que se compra un Audi, ha dedicado un año entero de trabajo adquirir un símbolo de estatus. Esto puede parecernos un disparate. Vaya tontería trabajar un año entero sólo para que los demás crean que es una persona privilegiada. Pero no hay que ser tan simplistas, porque el estatus lleva asociado el acceso determinados privilegios. Pensad, si no, porque lleváis esas zapatillas Nike y camisetas con logos de marcas caras en el pecho. 

    Alguna de vuestras compañeras me dirá que lleva esa ropa de firma y no otra porque sienta mejor, porque se ve más guapa. Thorstein Veblen en Teoría de la clase ociosa vincula el gusto con la economía:

    La utilidad de los artículos valorados por su belleza tiene una dependencia muy íntima de su carácter costoso. Un ejemplo vulgar pondrá de manifiesto esa dependencia. Una cuchara de plata labrada a mano, de un valor comercial que oscila entre diez y veinte dólares, no es de ordinario más útil -en el primer sentido de la palabra- que una cuchara del mismo material hecha a máquina. Puede incluso no ser más útil que una cuchara fabricada a máquina de algún metal «bajo», tal como el aluminio, el valor de la cual no pueda ser mayor de diez a veinte centavos de dólar. Por lo general, el primero de esos utensilios es, en realidad, menos eficaz para su finalidad ostensible que el segundo. Inmediatamente se aduce la objeción de que, considerando la cuestión desde este punto de vista, no se toma en cuenta uno de los usos principales, si no el principal, de la cuchara más costosa; la cuchara labrada a mano agrada a nuestro gusto, a nuestro sentido de lo bello, en tanto que la hecha a máquina y de un metal bajo no tiene ninguna función útil aparte de su eficacia bruta. Los hechos alegados en la objeción son, sin duda, ciertos, pero si se reflexiona, será evidente que la objeción es más aparente que real. Resulta: 

1) que en tanto que los diferentes materiales de que están hechas las dos cucharas poseen belleza y utilidad para el fin a que se destinan, el material de la cuchara labrada a mano tiene un valor superior unas cien veces al del metal bajo, sin superar en gran medida al último por su belleza intrínseca de textura o color y sin ser superior en grado apreciable por lo que se refiere a su utilidad mecánica; 

2) que si un examen detallado mostrase que la supuesta cuchara labrada a mano no era en realidad sino una imitación habilísima de los artículos labrados a mano, pero una imitación tan bien hecha que diera la misma impresión de línea y superficie, salvo en el caso de un examen minucioso realizado por un ojo experto, la utilidad del artículo, incluyendo el grado que deriva el usuario de su contemplación como objeto de belleza, bajaría inmediatamente en un 80 ó 90 por ciento y acaso más; 

3) si las dos cucharas son para un observador relativamente atento, de apariencia casi idéntica que sólo el menor peso del artículo espurio denuncia su falta de autenticidad, esa identidad de forma y color apenas añadirá al valor de la cuchara hecha a máquina ni realzará de modo apreciable la satisfacción del «sentimiento de belleza» del usuario al contemplarla, mientras la cuchara más barata no sea una novedad y mientras pueda conseguirse a bajo costo.

    El ejemplo de las cucharas es típico. Por lo general, la superior satisfacción que deriva del uso y contemplación de productos costosos y a los que se supone bellos es, en gran parte, una satisfacción de nuestro sentido de lo caro, que se disfraza bajo el nombre de belleza. Nuestro mayor aprecio del artículo superior es con mucha mayor frecuencia un aprecio de su superior carácter honorífico que una apreciación ingenua de su belleza. La exigencia de que las cosas sean ostensiblemente caras no figura, por lo común, de modo consciente en nuestros cánones de gusto, pero, a pesar de ello, no deja de estar presente como norma coactiva que modela en forma selectiva y sostiene nuestro sentido de lo bello y guía nuestra discriminación acerca de lo que puede y lo que no puede ser legítimamente aprobado como bello.

    Yo no sé si la relación es tan directa, ni si la única razón por la que nos gustan las cosas es porque inconscientemente reconocemos en ellas la opulencia. Pero de lo que sí estoy seguro es de que hay una relación entre el gusto y la cultura (vid. Mary Douglas sobre el gusto). Vivimos en una sociedad de consumo y esas prendas de marcas caras denotan gran capacidad de consumo y, por tanto, una elevada posición en la jerarquía social. Lo mismo sucede con la ropa de moda. Hace 20 años esos pantalones ajustados que lleváis ahora eran una horterada, pero indican que tenéis la capacidad adquisitiva suficiente como para consumir mucho y cambiar de ropa cada pocos meses.

   Los símbolos de estatus no se limitan sólo a los objetos. El acceso determinado espacio o una posición también pueden serlo. Las salas VIP en las discotecas, por ejemplo, o la posición elevada del rey con respecto sus súbditos. Pero aquí estamos hablando solo de los objetos.


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La gente guay en un espacio que es un símbolo de estatus.

    4) los objetos como símbolo de pertenencia un grupo.

 Con frecuencia, determinados grupos humanos se identifican con un objeto, de manera que se objeto pasa representar ese grupo. Tal es el caso de la cruz de los cristianos, las banderas o la estrella de David. Éstos símbolos de pertenencia al grupo pueden utilizarse diferentes maneras. En ocasiones se han utilizado de forma secreta. Solo los miembros de ese grupo conocían el objeto con que se identificaban y les servía para reconocerse en la clandestinidad. Éste era el caso del pez de los primeros cristianos. 

   En otros casos, el objeto sirve para hacer ostentación pública de adhesión a ese grupo. Es lo que hacen aquellos que se ponen un pin con la bandera de España o la bandera gallega con una estrella roja. 

   Y, finalmente, los objetos símbolo de pertenencia al grupo se han utilizado para poder reconocer desde fuera a los miembros de un grupo humano estigmatizado. Así sucedió con la Cruz de David que sirvió para identificar los judíos durante el régimen nazi.


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   El caso del hiyab, el pañuelo islámico, es muy interesante porque en él se condensan dos de los significados de los objetos, en este caso en conflicto. Por un lado, esas mujeres musulmanas que lucen orgullosas el pañuelo, sostienen que lo hacen como reivindicación de su pertenencia a la cultura islámica. Es una forma de reivindicar su identidad cultural, dicen. Es decir, lo usan como símbolo de pertenencia a un grupo. Sin embargo, el pañuelo también es un símbolo de posición social. El velo en la cultura islámica se lo ponen las mujeres, no los hombres. Es, por tanto, un objeto que simboliza una posición social, y una posición social subordinada, por lo que, dentro de los símbolos de posición social, es un símbolo de estatus, en concreto estatus bajo. El pañuelo sirve para cubrir el cabello, que se considera símbolo sexual. Se cubre el cabello para evitar que las mujeres incitan al hombre el pecado de la lujuria. La sexualidad femenina se considera algo negativo y se niega ocultándola. En la polémica pañuelo sí, pañuelo no, lo que se encierra es a cuál de los significados del objeto le damos más importancia. Si consideramos que prima el significado de pertenencia al grupo, debemos dejar que las mujeres musulmanas lo lleven, ya que nuestras constituciones recogen la libertad cultural. Por el contrario, si consideramos que prima el símbolo de estatus, debemos prohibirlo, ya que nuestras constituciones prohíben cualquier discriminación por razón de sexo. 


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   5) el objeto como fetiche.

   En determinadas culturas es muy frecuente atribuirle al objeto cualidades mágicas. Se considera que poseer o estar en contacto con ese objeto puede traer consecuencias positivas o negativas. Aunque ya ha pasado mucho tiempo, el libro La rama dorada de sir James Frazer aporta un análisis interesantísimo al objeto como fetiche. Frazer distingue entre dos tipos de magia: la magia homeopática y la magia contaminante. La magia homeopática se basa en la premisa de que lo semejante produce lo semejante. La magia contaminante en que, si actúo sobre algo que estuvo en contacto con una cosa o un ser, mis acciones tendrán repercusiones sobre esa cosa o ser. En la magia homeopática se da una asociación de ideas por semejanza -metáfora-, mientras que en la contaminante se asocia por contigüidad -metonimia-. Cuando el primitivo hace magia implícitamente cree que las leyes de semejanza y de contigüidad dominan la naturaleza inanimada. Da por seguro que estas leyes son universales.



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Amuleto africano.


   6) el objeto artístico.

    James Clifford en Dilemas de la Cultura cree que hay dos criterios para escoger las que ponemos en los museos y que, por tanto, son objetos artísticos:

   a) obras occidentales que se supone que son el máximo de la elevación del espíritu. Se seleccionan por una cuestión estética que se considera universal. Se supone que hay unas leyes generales de la estética. Los objetos que superan estas leyes, se consideran arte.

   b) objetos occidentales que se supone condensan en ellos mismos características culturales. Se cree que esos objetos representan y condensan las culturas de las que provienen. Así situamos en nuestros museos máscaras africanas, palos de la lluvia o tótems. Frente al anterior que era un criterio estético, este es un criterio cultural. 

   Tanto en un caso como el otro, lo que estamos haciendo es añadirle a los objetos unos significados que por sí mismos no poseen.

   En el primero de los casos, no existen valores estéticos universales. No es sólo que lo que consideramos bello aquí en occidente no tiene la misma consideración en otras culturas y viceversa, sino que, incluso dentro de la misma sociedad, los valores estéticos cambian con el tiempo. Cuadros que hoy en día nos parece objetos artísticos, no fueron considerados así por sus contemporáneos. Tal es el caso de Van Gogh, Monet o el Greco. Acepto que nosotros aquí y ahora incluyamos esos objetos en los museos porque nos parecen una auténtica maravilla, pero nunca con un criterio universal. No se puede decir que sean grandes obras de la humanidad, es decir, no se puede decir que la belleza sea inherente al objeto, sino que la belleza es el significado que le otorgamos nosotros aquí y ahora a ese objeto.


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   En el segundo de los casos también estamos atribuyendo al objeto significados que por sí mismo no posee. Esto se hace desde el nacionalismo político hasta en las tiendas de antigüedades. Se convierte un objeto en valioso sólo porque es antiguo y porque se cree que guarda en sí mismo los modos de vida del pasado. El valor del objeto es extrínseco a él. Es el significado como objeto artístico que le atribuimos el que se lo otorga. Es como si alguien de fuera de nuestra cultura cogiera un coche o una televisión como condensación de nuestro modo de vida y los pusiese en un museo. Pero sin darle allí la utilidad que tienen aquí, despojándolos de su función. En ese museo hipotético no sirven para desplazarse ni para entretenerse, sino que lo consideraríamos bello sólo porque imaginamos que en él se condensan formas de vida diferentes a la nuestra.



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Arte africano en el museo de Young, en San Francisco.

  7) El objeto como proyección del sentimiento personal.

   Con frecuencia las personas proyectamos nuestros sentimientos sobre los objetos. Esto puede hacerse de dos maneras:

   a) De forma individual: Un regalo que nos ha hecho alguien, un objeto que hemos conseguido tras un esfuerzo o un objeto que teníamos cuando tuvo lugar una ocasión especial puede cobrar para nosotros un significado sentimental. Este significado es individual y depende de la biografía de las personas. 

   b) Social: La sociedad traza una relación entre determinados objetos y el sentimiento de las personas. Es una relación convencional y debe ser conocida por todos los miembros de la comunidad. Portando ese objeto, la persona hace ostentación pública del sentimiento. Tal es el caso de las ropas de color negro, que exhiben ante la comunidad el dolor de una persona por la pérdida de un ser querido, generalmente un familiar. 


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