sábado, 24 de diciembre de 2016

Foucault II: Enfermedad mental y personalidad.

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    Tiempo después de haber escrito Enfermedad mental y personalidad Michel Foucault acabó renegando de ella, y hasta creo recordar que prohibió su reedición. De hecho, dijo de ella:


Enfermedad mental y personalidad es una obra totalmente separada de todo lo que escribí luego. La escribí en un momento en el que los diferentes sentidos del término «alienación», su sentido sociológico, histórico y psiquiátrico, se confundían en una perspectiva fenomenológica, marxista y psiquiátrica. Actualmente no hay ningún nexo entre estas nociones 

    Pero no por eso deja de ser una obra muy interesante y en ella se atisban algunas de las ideas geniales de lo que será el posterior pensamiento de Foucault. 

    Enfermedad mental y personalidad empieza haciendo una crítica de la psicología que sigue el modelo de las ciencias naturales, como hace la física o la biología. Estas disciplinas observan su objeto de estudio, extraen datos objetivos y a partir de ellos elaboran hipótesis y enuncian teorías. La psicología no puede seguir este modelo porque su objeto de estudio es la subjetividad humana. A partir de esta idea, Foucault ataca a los psicólogos cientificistas que tratan de explicar la mente humana atendiendo a lo biológico. 

    Para Foucault la enfermedad mental es una cuestión social. La Naturaleza nos dota a los seres humanos con una serie de potencialidades y son las distintas culturas las que clasifican y determinan esas potencialidades. Así por ejemplo, una persona que sostiene tener visiones apocalípticas en nuestra sociedad actual sería calificado como un loco, probablemente un esquizófrenico. Por el contrario, esta misma persona, con una conducta
exactamente igual, en el Edad Media europea probablemente se le considerase un iluminado. Lo mismo sucedería con otra persona que cumple obsesivamente con determinados rituales religiosos. Nosotros sin duda lo tacharíamos de neurótico. La Edad Media lo haría de santo. En palabras del mismo Foucault:

    A pesar de sus contenidos antropológicos muy distin­tos, la concepción de los psicólogos americanos no está muy distante de la perspectiva durkheimiana. Según Ruth Benedict, cada cultura elige algunas de las virtualidades que forman la constelación antropológica del hombre: una cultura, como por ejemplo la de los kwakiutl, elige la exaltación del yo individual, mientras que la de los zuñi lo excluye totalmente; la agresión es una conducta pri­vilegiada en los dobus, y reprimida entre los pueblo. Entonces, cada cultura se hace una imagen de la enfer­medad, cuyo perfil se dibuja gracias al conjunto de las virtualidades antropológicas que ella desprecia o repri­me. Lowie, al estudiar a los indios crow, cita a uno que poseía un conocimiento excepcional de las formas cul­turales de su tribu; pero era incapaz de afrontar un peli­gro físico, y en esta forma de cultura que no ofrece po­sibilidades y no da valor más que a las conductas agresi­vas, sus virtudes intelectuales lo hacían tomar por un irresponsable, un incompetente y finalmente, un enfer­mo.

    A continuación Foucault hace un repaso histórica de la idea de la locura. En la Grecia y Roma clásicas, un loco era una suerte de endemoniado, alguien víctima de una fuerza superior que se adueñaba de él y lo controlaba. El primer cristianismo continuó con esta concepción del loco, aunque le puso nombre y figura a esa fuerza que se adueñaba de los locos: el diablo. Así, un loco era una persona de la que el demonio se había adueñado de su cuerpo. Esta posesión no solo no era contemplada negativamente, sino que hasta podía entenderse como destinada a la gloria de Dios, que vencía al maligno y curaba a los locos. A partir del Renacimiento, el diablo ya no se adueña de los cuerpos de los locos, sino de su alma. Los controla, pero siempre dentro de los límites de la Naturaleza, no puede hacer cualquier cosa con ellos. Ninguna de estas tres concepciones de la locura le niega los locos naturaleza humana. Son seres humanos que no han perdido este estatus. Simplemente han sido poseídos por un agente exterior. No será hasta la época clásica (siglos XVIII y XIX) cuando la locura pierda su estatus de humanidad. En el siglo XVIII se considera al loco una persona a la que le falta algo para alcanzar su humanidad plena. A los locos les falta la libertad para gobernarse por sí mismos, de ahí que necesiten del concurso de su familia o amigos. Los demás tienen que tomar las decisiones por él, ya que él está incapacitado. El loco es un enajenado que no puede vivir por sí mismo. De este modo, a los locos se les quita su humanidad, y por eso se les aparta, se les esconde y se les margina. 

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    A continuación, Foucault pasa a determinar las condiciones en las que surge la enfermedad mental. Como ya hemos dicho, la locura es, a ojos de Foucault, una cuestión social. Son las culturas y las sociedades las que determinan qué es un loco y qué no lo es. De ahí que Foucault considere que la enfermedad mental surge cuando la dialéctica psicológica de una persona no encaja en la dialéctica de una sociedad. Si su modo de ser y comportarse no encaja dentro de las categorías en las que esa cultura organiza las personalidades y las conductas, se le considera un loco. Y partir de esta idea explica las neurosis de regresión, los delirios religiosos y desórdenes como el complejo de Edipo. 

    Las neurosis de regresión no son manifestaciones de la naturaleza neurótica de la infancia. Son el resultado del conflicto entre las formas idealizadas de la educación infantil y la realidad de la vida adulta. Nuestra cultura establece un corte en el continuum de la vida humana para separar lo que se considera un niño y lo que se considera un adulto. A los niños se les educa protegiéndolos en un mundo idealizado que de ninguna manera será el que se encuentren cuando crucen la frontera y se conviertan en adultos. De este choque, surgen las denominadas neurosis de regresión.

   Las neurosis de regresión no manifiestan la naturaleza neurótica de la infancia, pe­ro denuncian el carácter primitivo de las instituciones pedagógicas. Lo que se encuentra en la base de esas for­mas patológicas es el conflicto en el seno de una sociedad, entre las formas de educación del niño en las que ella oculta sus sueños, y las condiciones que brinda a los adul­tos, donde se encuentran, por el contrario, su presente real, sus miserias. 

    Los delirios religiosos son el resultado de sociedades en las que las creencias religiosas ya no forman parte de la experiencia cotidiana. 

   ... los delirios religiosos con sus sistemas de groseras aseveraciones y el mágico horizonte que siem­pre implican, se ofrecen como regresiones individuales en relación a la evolución social. La religión no es por na­turaleza delirante, ni el individuo reencuentra, más allá de la religión actual, sus orígenes psicológicos más dudo­sos. Pero el delirio religioso aparece en función de la lai­cización de la cultura: la religión puede ser objeto de una fe delirante en la medida en que la cultura de un grupo no permite asimilar las creencias religiosas o místicas al contenido actual de la experiencia. Este conflicto y la exigencia de superarlo producen los delirios mesiánicos, la experiencia alucinatoria de las apariciones y las evi­dencias del llamado fulminante que restauran en el uni­verso de la locura, la unidad desgarrada en el mundo real. El verdadero fundamento de las regresiones psicoló­gicas es por lo tanto un conflicto de las estructuras so­ciales, señaladas con un índice cronológico qué denun­cia sus diversos orígenes históricos.

    
   Y otro tipo de desórdenes son resultado de las contradicciones de nuestra sociedad:

    Las rela­ciones sociales que determina la economía actual bajo las formas de la competencia, de la explotación, de gue­rras imperialistas y de luchas de clases ofrecen al hom­bre una experiencia de su medio humano acosada sin ce­sar por la contradicción. La explotación, que lo aliena en un objeto económico, lo liga a los otros pero mediante los lazos negativos de la dependencia; las leyes sociales que lo unen a sus semejantes en un mismo destino, lo oponen a ellos en una lucha que, paradojalmente, no es más que la forma dialéctica de esas leyes; la universali­dad de las estructuras económicas le permiten reconocer en el mundo una patria, y captar una significación común en la mirada de todo hombre, pero esta significación pue­de ser la de la hostilidad, y esta patria puede denunciarlo como extranjero. El hombre se ha convertido para el hombre, tanto en el rostro de su propia verdad como en la eventualidad de su muerte. No puede encontrar de pronto el status fraternal en el que sus relaciones sociales encontrarán estabilidad y coherencia: los demás se ofre­cen siempre en una experiencia que la dialéctica de la vida y de la muerte hace precaria y peligrosa. El complejo de Edipo, nudo de las ambivalencias familiares, es como la versión reducida de esta contradicción: el niño no trae este odio amoroso que lo liga a sus padres como un equí­voco de sus instintos: lo encuentra en el universo adulto, especificado por la actitud de los padres que descubren implícitamente en su propia conducta el tema hegeliano (la vida de los hijos es la muerte de los padres). 


     

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