miércoles, 7 de enero de 2015

Cuentos de la luna pálida de agosto (Kenji Mizoguchi)






        Es difícil ser escueto y moderado cuando uno habla de una película como esta. Una obra de arte con todas las letras. Quizá la mejor película japonesa que he visto nunca.
        Cuentos de la luna pálida es una adaptación de una leyenda japonesa del siglo XVI. Dos hermanos de origen humilde abandonan a sus mujeres para cumplir su sueño, uno convertirse en samurai, otro en rico comerciante.
       Todo en la película tiene el aroma onírico de los cuentos tradicionales. 
      En primer lugar, el título nos remite a una antigua tradición japonesa del siglo X, que consistía en que cada 15 de Agosto y 13 de Septiembre se moviesen esos paneles que hacen la función de pared en las casas japonesas y se sentasen los miembros de la familia a observar la luz de luna que entraba y recitar poemas, escuchar música o contar cuentos.
       En segundo lugar, bajo cada elemento de la historia se intuyen esas fuerzas telúricas y universales de las que se nutre la literatura tradicional. El viaje de los dos hermanos es una metáfora cinética de la búsqueda de la felicidad a través de la realización personal; la barca que cruza el lago en tinieblas simboliza la muerta y la futura desolación; el alma en pena
que embruja a hermano comerciante es el oropel de la vida mundana que nos aleja del verdadero sentido de la vida; la guerra simboliza las tribulaciones del espíritu; y así, uno tras otro, con cada uno de los elementos en los que se detiene la cámara. Pero que nadie se equivoque. No se trata de un filme intelectualista que haya que ver con un diccionario de simbología. Nada de eso. La narración transcurre con una naturalidad increíble. Mizoguchi juega sin estridencias con esos símbolos universales que nos llegan de forma inconsciente y remueven las profundidades del alma humana. La literatura tradicional se construye a partir de esos símbolos, pero, a diferencia de estas narraciones, Mizoguchi no necesita cientos de años para que la historia se vaya puliendo poco a poco. Sale sola, suave, sin una sola fricción. El símbolo, la realidad y la fantasía conviven sin estridencias que puedan echar al espectador de la película.

El alfarero hechizado por el espíritu de la princesa.

         Y en tercer lugar, como Caperucita Roja o Blancanieves, Los cuentos de la luna pálida de Agosto tiene una moraleja final. Ninguno de los dos hermanos encontrará la felicidad, porque el verdadero sentido de la vida está la cotidianeidad de la vida familiar. Como decía Heidegger, las verdades más evidentes son las más difíciles de ver. Y sobre este mensaje vital tan sencillo, Mizoguchi superpone un auténtico alegato feminista. Aunque los protagonistas sean dos hombres, sus esposas son las auténticas víctimas de su ambición. Cuentan que Mizoguchi era de familia humilde y su padre vendió a una de sus hermanas como gheisa para que él pudiese estudiar. Parece que este hecho dejó marcado al director nipón, que siempre muestra ternura y compasión en sus personajes femeninos. Muy profunda debió ser la huella, porque para construir la secuencia final del alma de la mujer del alfarero que recibe a su marido sin un solo reproche no basta con ser un genio. Hay que haber vivido de forma muy intensa las injusticias del sometimiento histórico de la mujer. 


       Técnicamente la película también es impecable. Son prodigiosos los planos muy largos y elaborados, el vestuario que le valió una nominación al Oscar, la inconmensurable fotografía que juega de forma alucinante con los claroscuros y la naturalidad de las transiciones entre lo real y lo irreal.
          En definitiva: un diez.  



El alma en pena y el alfarero.

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