jueves, 27 de marzo de 2014

David Milch: The Money

    David Milch: The Money.




    Nos anuncian una nueva serie de David Milch, The Money, con el actor irlandés Brendan Gleeson como estrella. Por lo que parece, la trama se centrará en una familia que domina los medios de comunicación y todas las corruptelas que rodean este mundillo. No dudo ni por un
Un educado Andy Sipowicz.
momento que la serie será absolutamente maravillosa, porque todo lo que toca este hombre es arte puro. No hablaré de su etapa de guionista en Canción Triste de Hill Street. Prefiero su secuela, ya como co-creador, NYPD Blue. Un flipe. El primer episodio, con el gran Denniz Franz como Andy Sipowicz, arrastrándose por el pozo, es, sencillamente, de lo mejor que he visto en mi vida. Ni siquiera la presencia de David Carusso, el lamentable Horatio de CSI Miami, consigue estropear una serie maravillosa. De Deadwood ya no queda más que decir. Es la mejor serie que he visto jamás. Y la fallida Luck y todo el rollo de las apuestas de caballos estaba cojonuda. 
Nick Nolte, observando a su caballo ganador en Luck.

      Todo esto está muy bien. Pero lo que de verdad me importa es si Milch será capaz de
Al Swearengen con una mirada que acojona
terminar su proyecto o no. El final de Deadwood, en pleno clímax del conflicto entre Al Swearengen y George Hearst -uno de los malos que da más miedo de la historia- es una cortada de rollo brutal. Esto no quita que mi amigo R revise la serie todos los años y encuentre nuevos matices y escenas y diálogos con los que flipar. La serie era maravillosa, pero no terminarla fue una decepción. Peor es el caso de Luck, que nos deja sólo una primera temporada de quitarse el sombrero, pero nada más. Ni siquiera el comienzo de una segunda, algo que nos indique de por dónde tirarían los personajes. 
     Los rumores acerca de Milch son de todo tipo y pelaje. Alcohólico, ególatra, putero, violento. Se comenta que durante el rodaje de Deadwood los actores recibían el guión el mismo día del rodaje, incluso que se negaba a escribir los diálogos y que se los dictaba de viva voz. Incluso que en plena borrachera se lió a tortas con el productor. Acerca del fallido proyecto de Luck también hay de todo. Problemas con las protectoras de animales porque se les murieron tres caballos, desavencias entre él y Michael Mann, y cosas por el estilo. Todo esto ha creado a su alrededor un aura de malditismo, de personaje romántico. Eso está muy bien para impresionar a adolescentes que quieren llevar una pose outsidder y, si me estiro, para escriban una novela sobre él o hagan una película. Pero para los señores de mediana edad como yo ya no llega. David Milch es un genio, pero tiene que terminar sus proyectos. Sólo NYPD Blue, quizá porque era su primera serie como creador y porque Steven Boscho estaba ahí también, ha llegado a buen puerto. Su carrera no puede limitarse a una colección de series que empiezan y no acaban. Vuelve a tener una oportunidad con The Money para legar a la historia un proyecto redondo. A ver qué pasa.
    Y a pesar de todo, aunque The Money se vuelva a quedar por la mitad, pienso verla, probablemente más de una vez.

martes, 25 de marzo de 2014

James Scott. Los dominados y el arte de la resistencia: discurso oculto.


    
 James Scott: Los dominados y el arte de la resistencia.



    Lo primero que hay que decir de James Scott es que escribe bien, es ameno de leer y eso siempre se agradece. 
    Lo segundo es que su libro me ha hecho reflexionar.
    James Scott se opone a todas las teorías herederas del marxismo, que consideran la ideología como el resultado o el reflejo de unas determinadas relaciones socioeconómicas. Cita a Gramsci, a Bourdieu y no sé si a alguno más, pero en la mente de todos están Marvin Harris y todos esos antropólogos, filósofos y sociólogos que sostienen que el poder se perpetúa difundiendo su ideología, de modo que los oprimidos la aceptan de forma inconsciente y no tienen conciencia de su propia opresión. En otra ocasión interpreté La Catedral del Mar como un ejemplo de la difusión de las ideas del poder. Lo mismo hice con Operación Triunfo. En este último, se escoge a un grupo de personas cualquiera que tiene un sueño: cantar y ser famoso. Se los mete a todos en una academia y se les obliga a competir entre ellos por ser el mejor. La audiencia vota y el que gana va a Eurovisión. La idea del programa casi parece sacada de Max Weber y su Ética protestante y el espíritu del capitalismo. En
James Scott
un mundo justo, con igualdad de oportunidades, cualquiera puede triunfar, incluso la Rosa de España. Para eso sólo hace falta esfuerzo y talento. La competitividad -esa palabra tan de moda ahora- saca lo mejor de cada uno. Es el calling divino de los calvinistas. Y al final, si cumples con todo ello, Dios te reconoce como uno de los suyos otorgándote bienes materiales en este mundo. El ideal de vida del capitalismo angloamericano. Con talento, ideas y trabajo, salir adelante en el mundo. Millones de personas ven este programa y aceptan de manera inconsciente que el capitalismo es el mejor sistema posible, porque cualquiera puede triunfar, como nos demuestra el caso de Rosa -o de los ganadores de posteriores concursos, cuyo nombre desconozco-. 
    Pues James Scott le hace una crítica demoledora a esta concepción de la ideología: si esto fuese cierto, los sistemas no cambiarían. 
    Y yo añado: esta concepción heredada del marxismo minusvalora a los oprimidos, como si fuésemos autómatas sin capacidad crítica alguna.
    Según Scott hay dos tipos de discurso, el público y el privado. El discurso público es aquello que se puede decir en público y que es una idealización de cómo las clases poderosas se ven a sí mismas -en el caso de nuestra sociedad todo ese rollo de la igualdad de oportunidades y el discurso políticamente correcto-. Pero esto no es más que una representación, como una obra de teatro. En las bambalinas de ese discurso público, tanto las clases dominantes como las dominadas tienen su propio discurso, que sólo sale a a luz cuando están seguros de que hacerlo no puede acarrearles problemas. El discurso público es lo que la
Esclavo que dudo esté contento.






gente realmente piensa y hace. Así, los esclavos negros públicamente hacían ostentación de acatar las normas pero, en cuanto se encontraban en la seguridad de sus cabañas, contaban cuentos, leyendas y hasta profecías que ridiculizaban y condenaban a sus amos blancos a todos los tormentos del infierno; y saboteaban a sus amos robándoles, con pasividad en el trabajo, rumores, etc... Las clases poderosas, por su parte, en la intimidad de sus casas o de cenas opíparas en restaurantes caros, a salvo de oídos indiscretos, sacan a relucir lo que de verdad mueve la sociedad y los mantiene en el poder, como la corrupción, el soborno, la represión por medio de la violencia física, etc...
    Si los pobres no actuamos para sacudirnos el yugo de la opresión, es porque no vemos oportunidad de ello. Pero, en cuanto esa posibilidad tiene visos de hacerse realidad, nos volcamos en la lucha, como sucedió, según Scott, en la Guerra Civil Americana, en la Revolución Francesa o la Revolución Rusa. 
    Este mecanismo creo yo que podemos observarlo perfectamente hoy en día con todo el rollo de la crisis. Los oprimidos, cuando nos reunimos entre nosotros, criticamos a políticos y banqueros, y no son pocos los que defraudan a la Seguridad Social con bajas fraudulentas y evasión de impuestos -aunque esto último no sea una estrategia exclusiva de los pobres-. Sin embargo, si mañana yo tuviese la mala suerte de comer con Rajoy o Feijoo, dudo mucho que le dijese a la cara que es un capullo, sino que mantendría una actitud más o menos servil, diría que me encanta mi trabajo, etc... Lo mismo hace cualquier empleado con su patrón. A la cara, todos fingimos ser empleados entregados, mientras que en la intimidad reconocemos despreciarlo y hacemos todo lo posible por trabajar lo menos posible, etc...
   
    No sé hasta qué punto tienen razón James Scott. Sobre todo, porque a esa crítica de que, si la plebe sólo fuésemos autómatas que repetimos el discurso del poder, nada cambiaría, se adelantaron Bourdieu, Victor Turner, Even-Zohar y otros muchos pensadores que hablaron del escenario político como de un espacio en el que luchan diferentes grupos de poder, cada uno con su propio discurso. Probablemente ninguno esté en posesión de la verdad absoluta, todos tengan parte de razón y la realidad sea una combinación de ambas tendencias. Pero por lo de pronto, el libro de Scott merece la pena ser leído porque pone de relieve un aspecto de la política y las relaciones de poder que hay que tener en cuenta.

jueves, 13 de marzo de 2014

Marshall Sahlins, Economía de la Edad de Piedra, y Pierre Clastres, La Sociedad contra el Estado.


http://ebiblioteca.org/?/ver/42627

http://ebiblioteca.org/?/ver/42351


                Son dos libros antiguos, de los años setenta. Pero con todo este rollo de la crisis económica creo que contienen ideas que deberían hacernos reflexionar.
                Yo tengo un amigo que se ha quedado en paro. Trabajaba en la metalurgia. Otra empresa compró la fábrica. Los nuevos dueños mantuvieron la plantilla durante seis meses, pero, aunque la fábrica daba beneficios, los costes laborales eran altos. Cerraron la fábrica y se la llevaron a Portugal, donde los salarios son mucho más bajos. Lo que realmente habían comprado era una cartera de clientes.
                Mi amigo es un tipo tranquilo. En lugar de volverse loco buscando un empleo que no iba a encontrar, decidió que no quería trabajar. Hizo cálculos. No tiene hijos, tiene la casa pagada y, entre la indemnización, el paro y los ahorros, calculó que tenía para cinco años. Sólo era cuestión de reducir gastos. Dejó el coche para siempre jamás, no compró más ropa y sólo toma un café en bares de vez en cuando.
                A mí me parece una opción bastante respetable y quizá hasta digna de imitar. Pero no todo el mundo piensa lo mismo. Como dice Bauman, los parados son los parias del siglo XXI. Sin dinero que gastar, no tienen nada que aportar al consumo masivo sobre el que se sustenta el capitalismo actual. Son lastres, parásitos sociales. Y así perciben a mi amigo otras personas, que hacen comentarios críticos y alguno hay que hasta lo mira mal. (otro enlace para el que se quiera bajar el libro de Bauman http://ebiblioteca.org/?/ver/58692 )
                Esta doble reseña de Economía en la Edad de Piedra y La Sociedad contra el Estado son una defensa de mi amigo y su actitud.
                Según Sahlins, Occidente ha difundido la idea de las sociedades primitivas como bandas humanas angustiadas, siempre al borde de la inanición. Nos imaginamos a las antiguas tribus de cazadores-recolectores muertos de frío, recorriendo distancias enormes en busca de alguna raíz que echarse a la boca o corriendo desesperados detrás de un conejillo de carne magra. Pues nada de eso. Sahlins se fijó en las tribus de cazadores-recolectores que aún quedan hoy en día. Y resulta que comen bien y, lo que es mejor, apenas si dedican un par de horas diarias al trabajo productivo. El resto es zanganear, flirtear y tomar el sol. Por si esto no fuese suficiente, durante el tiempo de trabajo lo pasan bomba porque la caza y la pesca se perciben como una fiesta. Y aún hay más: la esperanza de vida entre los ¡kung del desierto de Kalahari es de sesenta y cinco años -doy el dato de memoria, puede que me equivoque año arriba año abajo-.
Nativo guayaquis pasándolo pipa cazando pájaros

                Sahlins llama sociedades de la opulencia a estas triubs primitivas de cazadores-recolectores o agricultores de roza . Opulento no quiere decir que sean como marajás hindúes, todos llenos de oro y siempre en festines opíparos y lujuriosos. No. Opulencia significa satisfacción fácil de las necesidades. Y ellos las satisfacen. La diferencia es que ellos necesitan poco y nosotros mucho. (si a alguien le interesa Shalins en estos dos videos lo explican muy clarito: https://www.youtube.com/watch?v=LHLRLZZQL5g https://www.youtube.com/watch?v=hu_XslhcpxY )
                Pierre Clastres parte de esta idea y se pregunta qué llevó a los seres humanos a cambiar este Jardín del Edén por la esclavitud en un imperio agrario o el trabajo alienado en una fábrica. La respuesta es bien sencilla: para que estas sociedades de la abundancia funcionen, es necesario que los recursos naturales estén muy por encima de las necesidades del grupo. Esto no quiere decir que el entorno natural sea extremadamente fecundo –los ¡kung viven en un desierto-, sino que la densidad de población tiene que ser baja para que haya alimento fácil para todos.
                Pero hubo un aumento demográfico. La comida ya no llegaba y apareció un abusón que puso a todos a trabajar con métodos más productivos. Surge la agricultura intensiva y, con ella, los excedentes. Y aquí viene el lío. En el modo doméstico la producción se detiene en el mismo momento en que obtienen lo que desean. Tengo lo que quiero y ya no trabajo más. Pero ahora ya no trabajas para ti. Lo haces para un señor –o señores- que reciben toda la producción y luego la redistribuyen. Este señor –o señores- tienen el poder de hacerte trabajar más de lo necesario para quedarse con parte de la producción.
                Dice Clastres que el Estado es la institución que vela por el mantenimiento de este reparto injusto de bienes y trabajo. El Estado se reserva el derecho de ejercer la violencia física y simbólica para que muchos trabajen para unos pocos.
                Las sociedades primitivas saben esto y por eso tienen mecanismos que limitan muchísimo el poder de los jefes. No quiero extenderme ahora explicando estos mecanismos porque la reseña quedaría muy larga. Nos basta con el ejemplo de Gerónimo. Cuando los soldados mexicanos arrasan su aldea, los apaches chiricahua eligen a Gerónimo caudillo militar. Es una situación excepcional y en la guerra es mucho más operativo tener un general que guíe las tropas que andar debatiendo cada decisión. Gerónimo aplasta a los soldados mexicanos y se gana una merecida reputación militar. Sin embargo, los guerreros chiricaua se vuelven a sus casas. Gerónimo pasará el resto de sus días tratando de convencer a su gente para que siga la lucha. Pero muy pocos le hacen caso. Las tribus chiricaua conocen el peligro de extender demasiado el poder de un hombre.
               Desgraciadamente para el modo de producción doméstico, los mecanismos de defensa no siempre sirven y surgen los jefes, abusones, cabecillas y el Estado.
             A la luz de todos estos datos y volviendo a mi amigo, yo me pregunto quién debe mirar mal a quién. Y con esto no quiero decir que debamos volver a ese pasado idílico de la abundancia y reciprocidad. Tampoco creo que podamos recuperar ese paraíso primigenio por medio de la revolución del proletariado. No soy un hippie, ni un comunista ortodoxo. Ni siquiera sé hasta qué punto Sahlins y Clastres estaban en lo cierto. Lo que me pregunto es con qué autoridad moral nos permitimos hacer comentarios críticos sobre alguien que ha decidido reducir necesidades a cambio de tiempo libre, mientras nosotros desperdiciamos nuestras vidas y el mundo en trabajos de mierda que desempeñamos para comprar cosas que no necesitamos y que enseñaremos a gente que, en el fondo, nos es indiferente o se lo somos nosotros a ellos. Y lo que es peor, hemos arrastrado al mundo entero a nuestra opción vital convenciendo a la sociedad de que el trabajo duro es necesario para vivir bien, cuando el ejemplo de los ¡kung, los chiricauas o los Guayaquis nos demuestra lo contrario.


                P. D. Este artículo es, por fuerza, polémico. Vivimos en una sociedad cuyo sostén ideológico es el calvinismo protestante, que considera que el trabajo es bueno y dignifica al hombre. Dios reconoce a los suyos en la tierra otorgándoles bienes materiales. Es el calling divino, que acaba juzgando la moral de los hombres por sus posesiones materiales. Si tienes mucho, es porque Dios te sabe bueno y te ha recompensado. Y viceversa. Muchos estaréis de acuerdo con esta visión de la vida y el trabajo que eleva al altar de los santos a individuos como Bill Gates o Amancio Ortega, de los que lo único que sabemos es que han tenido habilidad para ganar dinero. Así que poned algún comentario crítico y, si no, compartidme en Facebook que yo quiero tener millones de seguidores y no tener que volver a trabajar.

domingo, 9 de marzo de 2014


Infoentretenimiento

                Se llama Julián y es mi amigo. Es uno de esos camaradas de la infancia que  a los que no te queda otra que serle fiel toda la vida porque os une una vieja amistad que ya no puedes borrar. Como todos los seres humanos, Julián es un personaje complejo, lleno de claroscuros, con muchas mezquindades y alguna que otra grandeza. Pero si, de toda su caleidoscópica personalidad, tuviese que definirlo como hacen los malos novelistas, con un único rasgo de carácter, diría que es un esnob. Un esnob como la copa de un pino, con todas y cada una de las particularidades que tradicionalmente se le atribuyen al esnob.
Durante nuestros años universitarios, cuando lo sociedad no veía con malos ojos que llevásemos una vida algo canalla, Julián sostenía que pocas cosas lo hacían más feliz que regresar a casa ya de amanecida, con unas gafas oscuras que protegiesen sus pupilas de la luz solar.
                -Tío, es que tengo la sensación de haber cumplido con mi trabajo. –me dijo una vez.
                Pasó el tiempo y ya en la treintena, Julián tomó conciencia de que ya era hora de sentar la cabeza. Entonces mudó la vida bohemia por placeres más maduros, como por ejemplo los de la mesa, y se convirtió en un gourmet y un sumiller tan experimentado como crápula había sido. Dejó la noche y empezó a hablarnos de tal o cual restaurante donde hacían una lamprea exquisita y, sobre todo, de vino. Porque no hay nada que encante más a un esnob que el vino. Puede hablar de taninos, de syrah y cabernet sauvignon y convertir la sana ingesta de ese líquido un poco narcotizante en un supremo acto de vanidad social. Por supuesto, como buen esnob, Julián no tiene ni puta idea de vino, pero le da bien al pico. Todo pura palabrería y, si no cuento la anécdota en la que rellenamos con morapio una botella de Vega Sicilia y él se pasó la noche paladeando el vino turbio y pontificando sobre el merecido prestigio de las bodegas de Valbuena de Duero, es porque, de manida, sonaría falsa.
                Pues bien, el caso es que, de un tiempo a esta parte, mi amigo Julián se ha vuelto un experimentado analista político. Se lee de cabo a rabo los periódicos, ve los telediarios y escucha toda cuanta tertulia radiofónica hay. Le encanta estar a la última y teníais que oírlo hablar con su amigo Miguel, los dos encantados de oírse hablar del último escándalo de corrupción política entre las filas conservadoras.
                Hasta hace un par de días yo había interpretado esta nueva tendencia de mi amigo como una faceta más de su esnobismo. Se había convertido en analista político como quien se compra unas zapatillas muy molonas o una camisa a la última moda. Pero no. Me había equivocado en mi infinita soberbia, pecado que reconozco sin ambages -soy vanidoso y un poco chulito-. Si, por ejemplo, yo observaba con cierta curiosidad que mi amigo Julián pasaba horas enteras pegado a los periódicos, las radios y la televisión, y no dedicaba un solo minuto de su tiempo a ensayos de teoría política o sociología, interpretaba este hecho en mi infinita soberbia como que Julián, además de esnob, es un vago de carallo y un poco burro. Si, por poner otro ejemplo, yo estupefacto le escuchaba decir “una buena botella de vino, al final del día, después de trabajar, con los periódicos y el telediario es un plan”, no pensaba que necesitase la botella entera para soportar la cantidad indecente de corruptelas, guerras e inmigrantes muertos a pocos metros de nuestras playas que pueblan nuestros noticieros. No. Sólo pensaba que mi amigo Julián no tenía gustos propios y juntaba todo aquello que la sociedad juzga de buen tono: los placeres un poco elitistas de la mesa y un toque pseudointelectual.
                Pero me equivocaba. No entendí la complejidad del fenómeno hasta que leí ese concepto en un libro de Castells. Infoentretenimiento. El autor lo mencionaba de pasada, pero a mí me hizo reflexionar. La industria de los medios de comunicación de masas hace años que se dio cuenta de que había un público potencial en el mercado de la audiencia, un nicho para los que se sienten intelectualmente superiores a la chusma que ve Gran Hermano y demás realities, pero que tampoco están dispuestos al esfuerzo que requiere una película o una novela que hable del alma humana. Y así la industria de la comunicación convirtió a la política en un espectáculo, una opereta protagonizada por políticos, empresarios de éxito y creadores de opinión, en la que lo que más interesa son los escándalos, las medidas impopulares y la hipocresía para que mi amigo Julián y su amigo Miguel puedan ver todo eso y limitarse a cotillear como lo haría cualquier portera sin tener que echarse al monte.

 

viernes, 7 de marzo de 2014


Gravity




                Siete Premios Oscar, incluyendo mejor director; cuatro nominaciones a los Globos de Oro, entre ellas mejor película; seis premios Bafta; mejor película, director, montaje y fotografía según los Críticos de Los Angeles; siete premios Critics Choice; Top 10 en el  American Film Institute; nominación a mejor película extranjera a los premios Cesar; ocho nominaciones a los Satellite Awards; etc…
                Una puta mierda de película.
                Un ejemplo de cómo gastarse un porrón de dólares en hacer una trapallada y la enésima confirmación de que Hollywood se ha quedado huérfano de guionistas.
                Era Jueves por la noche. A la derecha tenía la cuarta temporada de la maravillosa The Walking Dead. A la izquierda Gravity.
                -Siete Oscars. –pensé- Además, mi amigo F me dijo que le mantuvo atado a la pantalla durante hora y media. Voy a darle una oportunidad.
                Nada más empezar, en los títulos de crédito, veo que la protagonista es Sandra Bullock y el galán de turno George Clooney.
                -Mmmmmm. –pienso; pero no desfallezco, porque F me ha dicho que lo tuvo atado a la pantalla.
                Pues bien, durante hora y media tuve la sensación de que había rejuvenecido veinte años y estaba viendo otra vez Speed, aquella peliculilla de acción con Sandra Bullock y Keaunu Reeves, porque, salvo las maquetas y las imágenes por ordenador, poco más ofrece esta obra maestra de Cuarón. Acción a tope, la protagonista siempre al borde de la muerte, salvándose en el último instante, y un montón de imágenes efectistas. Todo vacío de contenido.
                Para el que no lo sepa, la película trata de una astronauta que se queda sola e incomunicada en el espacio. Eso pasa en el minuto cinco. Los ochenta y cinco restantes son sus peripecias para sobrevivir. De todos los momentos estelares de la cinta, me quedo con tres:
                a) el suicidio de George Clooney. Están enganchados por una cuerda. Clooney está arrastrando a Sandra Bullock y alejándola de la nave espacial. Sólo si se suelta se puede salvar ella. Pero, en caso de hacerlo, vagará por el espacio exterior hasta que se le acabe el oxígeno del traje. Y lo hace. Se sacrifica con una sangre fría que deja turulato. Pero no contento con eso, se aleja haciendo chistes por la radio, la mar de parlanchín y tranquilo, diciéndole a la otra lo que tiene que hacer para salvarse. Pero vamos a ver…
                b) Cansada de tanta lucha, la Bullock decide rendirse y abandonarse a una muerte plácida por falta de oxígeno. Corta el suministro de la nave y se dispone a morir. Entonces, en sueños, se aparece George Clooney, que había muerto al principio de la peli, y le dice que trate de salvarse usando el tren de aterrizaje. Sin comentarios.
                c) Y el culmen final. Estamos en el minuto setenta y cinco. Es el clímax. Si acciona el motor, Sandra puede morir abrasada al cruzar la atmósfera. Pero este es el único modo de volver a la tierra. Entonces suena una música épica por si no nos habíamos enterado de que es el momento crucial. Sandra Bullock se pone y cinturón de seguridad y suelta la frase que supuestamente contiene el significado de la película: “El que no se arriesga no gana”. Y presiona el botón para encender los motores.
                ¿Cómo que el que no se arriesga no gana? ¿Arriesgarse a qué? ¿A intentar salvar su vida? Porque la otra opción es quedarse sentadita en aquella minúscula nave espacial hasta que se le acabe el oxígeno.
                En mi opinión, esta secuencia resume perfectamente lo que es la película: un montón de pasta gastada en imágenes y un contenido absolutamente vacuo, por momentos sin sentido.
                Hasta que no contraten guionistas de verdad, prometo no volver a ver una película de Hollywood. Cómo debe estar el tema, cuando a esta mierda le dan siete Oscars.
                Mañana, con más calma, escribiré algo más alegre, con algo de reflexión antropológica, sobre la identidad de los espacios.
                Mientras tanto, os recomiendo que veáis la maravillosa The Walking Dead, un ejemplo de cómo puede hacerse algo bueno con buenos guionistas, incluso una serie de zombies.

lunes, 3 de marzo de 2014


En contra de la superstición de la cultura como deber del ciudadano.


            Después de releer el artículo “De qué hablamos cuando hablamos de integrar”, me quedé un poco preocupado por si pudiese interpretarse como un canto a las excelencias de nuestro discurso cultural occidental. Por eso he decidido dejar un par de cosas claras:

            Primero:

            Que siempre haya un discurso hegemónico no quiere decir que ese discurso sea  monolítico e inamovible. Si eso fuese así, seguiríamos viviendo como en la Edad Media. Ya he repetido hasta la saciedad que las sociedades son entes heterogéneos en los que conviven diferentes facciones culturales tratando de imponer su discurso. Incluso el discurso de una facción sufre variaciones a lo largo del tiempo fruto de las presiones y de cambios externos como pueden ser, por ejemplo, avances tecnológicos o nuevos descubrimientos. Nuestro deber como ciudadanos es tratar de que el discurso hegemónico se adecúe lo más posible a esos valores éticos universales a los que he aludido veladamente en repetidas ocasiones. La libertad, la tolerancia, la no violencia, etc… son valores universales que están más allá de las culturas. Cualquier antropólogo relativista me dirá que la libertad, la tolerancia y la no violencia son valores culturales y que considerarlos como universales es etnocéntrico, por lo que hay que respetar cualquier manifestación cultural porque yo no puedo juzgar el significado de esa práctica desde fuera de su cultura. Le reconozco ciertas cuotas de verdad a estos argumentos. Ya he sacado a colación en repetidas ocasiones a los yanomamo, una etnia indígena que vive desperdigada por el Amazonas, entre lo que hoy en día es Venezuela y Brasil, considerada como uno de los grupos étnicos más belicosos de la historia. Entre los yanomamo la no violencia no sólo no es un valor ético positivo sino, muy al contrario, cualquier gesto en ese sentido es severamente reprendido como cobardía, lo que nos lleva a concluir que la no violencia no es un valor ético universal, sino que está determinado por la cultura. Cierto. Pero esto no quiere decir que la no violencia no sea deseable. Desde finales del siglo XIX, con el auge de los nacionalismos, se ha dado una hipervaloración de lo cultural, como si cualquier fenómeno, sólo por el hecho de ser cultural, fuese respetable. Esto es una superchería de lo más perniciosa. Como todo en la vida, hay prácticas culturales buenas y prácticas culturales malas. Buenas son aquellas que le hacen el bien a nuestros semejantes y malas son aquellas que acarrean el mal. Lo siento mucho por los yanomamo, pero por mucho que los relativistas insistan en ello, no veo en qué beneficia a sus congéneres ser atacados por una aldea vecina, asesinados los hombres y las mujeres raptadas como botín de guerra. Me importa un pito que sea una práctica cultural. Es una práctica cultural negativa y por eso debe erradicarse. Lo mismo sucede con la ablación femenina. Esta práctica cultural, que se da en ciertos territorios musulmanes a pesar de que está prohibida por el Islam, consiste exactamente en la mutilación genital femenina. Esta mutilación puede darse de diversas formas y va desde la amputación del prepucio del clítoris a la circuncisión faraónica, que llega hasta la extirpación del clítoris, los labios menores y mayores y un posterior cosido de la zona hasta dejar un orificio minúsculo para la evacuación de la sangre y la orina. Aunque la fuente sea la Wikipedia, al loro con la descripción de esta práctica que hace Amnistía Internacional:

                Sientan a la niña desnuda, en un taburete bajo, inmovilizada al menos por tres mujeres. Una de ellas le rodea fuertemente el pecho con los brazos; las otras dos la obligan a mantener los muslos separados, para que la vulva quede completamente expuesta. Entonces, la anciana toma la navaja de afeitar y extirpa el clítoris. A continuación viene la infibulación: la anciana practica un corte a lo largo del labio menor y luego elimina, raspando, la carne del interior del labio mayor. La operación se repite al otro lado de la vulva. La niña grita y se retuerce de dolor, pero siguen sujetándola. La anciana enjuga la sangre de la herida y la madre, así como las otras mujeres, "verifica" su trabajo, algunas veces introduciendo los dedos. La cantidad de carne raspada de los labios mayores depende de la habilidad "técnica" de quien opera. La abertura que queda para la orina y el flujo menstrual es minúscula. Luego, la anciana aplica una pasta y asegura la unión de los labios mayores mediante espinas de acacia, que perforan el labio y se clavan en el otro. Coloca tres o cuatro a lo largo de la vulva. Estas espigas se fijan con hilo de coser o crin de caballo. Pero todo esto no basta para asegurar la soldadura de los labios; por eso, a la niña la atan desde la pelvis hasta los pies. Le inmovilizan las piernas con tiras de tela.

            Esto está mal porque provoca serios perjuicios a la niña.

            Podíamos seguir con la lista de prácticas culturales nocivas. Podríamos, por ejemplo, hablar de los sacrificios humanos entre los aztecas o del canibalismo de los indios caribes, que atacaban a sus vecinos arawak para conseguir botín y, de paso, capturaban a sus niños, los castraban y los criaban para comérselos luego, como si de bueyes cebones se tratase. Pero creo que con los casos extremos de la ultraviolencia entre los yanomamo y la ablación de clítoris ya es suficiente.

            Que todos los ejemplos analizados hasta aquí sean de culturas diferentes a la nuestra es sólo por claridad expositiva. Si hubiese escogido prácticas culturales nuestras no nos hubiesen parecido aberraciones porque hemos convivido tanto tiempo con ellas que han acabado por parecernos normales. Pero pensad, por ejemplo, en una costumbre tan occidental como la de vivir hacinados en monstruosas urbes. Como consecuencia de la Revolución Industrial, el campo se despuebla de trabajadores que acuden a las ciudades en busca de empleo en las nuevas fábricas. Este movimiento se acentúa desde mediados del siglo XX con la revolución de las nuevas tecnologías y hoy en día tenemos a millones de personas viviendo en capitales. Como somos muchos y no hay espacio para todos, el precio del suelo se dispara. Los trabajadores menos asalariados –que son la inmensa mayoría- no pueden pagarse una vivienda cerca de su puesto de trabajo y tienen que desperdiciar horas diarias desplazándose para trabajar, con la considerable merma del tiempo que pueden disponer para sí mismos y para su realización personal. A esta nefasta práctica que atenta contra la felicidad del individuo –difícilmente uno puede alcanzar la felicidad levantándose a las seis de la mañana para pasar una hora encerrado en el metro hasta llegar a un trabajo alienante en el que pasa entre ocho y nueve horas para volverse a meter al final de la jornada otra hora de metro y llegar a casa lo suficientemente cansado para no pensar que el día de hoy ha sido exactamente igual al de ayer, al de mañana y al de los próximos treinta años- hay que sumarle el desperdicio de energía en coches, metros y trenes, lo que nos obliga a hacer un uso abusivo de las energías fósiles que amenaza con destruir el planeta.

            En otro artículo hablé o hablaré de la economía en el sistema de capitalismo de consumo. La economía, como la política o la religión, forma parte de la cultura. Y no se me ocurre un ejemplo más claro de una práctica cultural nociva que la organización económica que surgió de la cultura capitalista occidental, que deja un porcentaje despreciable por ínfimo de ricos, que condena a ingentes masas de población a la pobreza y que a aquellos que tenemos la suerte de tener un trabajo se nos requiere que pasemos cuarenta horas semanales –la mayor parte de nuestra vida- realizando un trabajo alienante a cambio de un sueldo que nos permite malamente pagar la vivienda, la manutención y, si hay suerte, un mes de vacaciones en alguna localidad costera. Eso, por no hablar de un sistema que requiere continuamente de nosotros que compremos cosas que no necesitamos sólo para que la cadena de producción consumo siga funcionando.

            Volviendo al origen de esta argumentación, nuestro deber como ciudadanos pasa por luchar para que el discurso hegemónico se acerque lo máximo posible a esos valores universales que nos hacen la vida mejor a todos los seres humanos. Para ello, en numerosas ocasiones, habremos de enfrentarnos a determinadas prácticas culturales que atentan contra este bienestar y que chocarán contra los paladines del relativismo que, apelando paradógicamente a otro valor universal, el respeto, tratarán de preservar cualquier práctica cultural, independientemente de su naturaleza.

            Segundo:

            Las cosas no son siempre blancas o negras. Que luchemos por imponer un discurso hegémonico no quiere decir que deseemos que todos los ciudadanos sean uniformes, fotocopias unos de otros. Precisamente, uno de los valores universales de ese discurso hegemónico es el respeto por las diferencias y la libertad individual, siempre y cuando uno no se le haga daño a los demás. Si la expresión de esas diferencias es inocua para la sociedad, esta debe velar porque puedan ser expresadas, ya que el respeto y la libertad son valores universales de ese discurso hegemónico al que debemos aspirar. Que un individuo hable en gallego, castellano, catalán o euskera no afecta en principio a la libertad de los demás, siempre y cuando se respete el derecho del otro a hablar en lo que le dé la gana. Una afirmación como esta, tan genérica, estoy seguro de que satisfará a todo el mundo, tanto a aquellos posicionados dentro del llamado nacionalismo periférico, como al nacionalismo españolista. El problema viene cuando la sociedad se plantea el medio por el cual alcanzar esa libertad lingüística. Por eso digo que las cosas no son siempre blancas o negras. Es muy fácil posicionarse con casos extremos como lo que cité antes de la ablación o el canibalismo. Pero una vez que hemos acordado que todos tenemos derecho a hablar en la lengua que nos venga en gana, surge el problema de cómo conseguirlo. En este sentido puedo contar una anécdota que creo que es muy significativa:

            Hará cosa de un par de años me encontré con una antigua alumna en la Universidad de Coruña. Esta alumna procedía del medio rural y yo le di clase en un instituto en el que no se oía una sola palabra en español. No era una opción política, sino que su lengua materna era el gallego y los alumnos no se sentían cómodos hablando en castellano. Repito que no era una cuestión política. En alguna ocasión, como soy profesor de lengua castellana, les pedía que intentasen hablar en castellano, aunque fuese sólo durante la hora de clase. La respuesta era unánime e inamovible: No. Sin embargo, repito que no era una opción política. Cuando hace años, tuve que dar la clase de tutoría en gallego, ellos mismos me pidieron que lo hiciese en castellano, aunque ello contraviniese la ley, porque era evidente que mi expresión en gallego resultaba forzada. Pues bien, años después, me encontré a una de estas alumnas en la Universidad, en Coruña, donde el castellano es la lengua dominante. Y cuál sería mi sorpresa cuando esta chiquita, en presencia de todos sus nuevos compañeros de clase, se dirigió a mí en castellano. Es evidente que no eligió en libertad. Las presiones sociales y los prejuicios la coartaron. Lo lógico, por tanto, sería implementar políticas de discriminación positiva para que los gallego hablantes no vean coartada su libertad porque, como es lógico deducir, la libertad no se ve menoscabada sólo por la prohibición o la represión directa, sino que, con mucha más frecuencia, es la ley no escrita la que rige nuestros comportamientos. Sin embargo, estas políticas de discriminación positiva que llevaron a cabo los miembros del gobierno bipartito que estuvo al mando de Galicia desde 2005 a 2009 hicieron que un alto porcentaje de la población urbana gallega se sintiese agredida en sus derechos de castellano hablantes. Prueba de ello es que el partido conservador recuperó la mayoría en las capitales de provincia, tradicionalmente castellano hablantes, con una única propuesta electoral: que dejaría escoger a los padres el idioma en que se educaría a los niños en las escuelas. Apenas se habló de economía, el medio agrario o política marítima, tan importantes para Galicia. El tema se centró única y exclusivamente en la lengua. El partido conservador excitó a las masas urbanas que se sentían discriminadas en su condición de hablantes de castellano y ganó con una mayoría absoluta arrolladora. Por supuesto, el partido conservador no cumplió su promesa electoral. Se limitó a pasar una encuesta a los padres y siguió con una educación uniforme para todos los alumnos, eso sí, disminuyendo el número de horas impartidas en gallego en favor del castellano y el inglés. Pero ese es otro tema. El caso es que las políticas de discriminación positiva para preservar los derechos de los gallego hablantes hicieron que gran parte de la población se sintiese descontenta.

            La solución a un problema como el que acabo de enunciar y a otros similares, como podría ser la libertad de culto o el acceso al trabajo de las poblaciones de origen inmigrante pasa, como es lógico, porque los poderes públicos ejerzan con responsabilidad, dialoguen y todos cedan para llegar a un acuerdo. Desgraciadamente, en el sucedáneo de democracia que tenemos a los partidos les importa bastante antes detentar el poder que el gobierno responsable de los ciudadanos y no dudan en hacer campañas manipuladoras, llenas de medias verdades, cuando no de mentiras flagrantes, para ganar las elecciones.

¿De qué hablamos cuando hablamos de integrar?

Empecé a darle vueltas a este tema hace un par de semanas. Era sábado por la noche. T, L y yo estábamos sentados en la calle de la Madamme. El pub y la calle estaban abarrotados, en su mayor parte por modernillos livianos y vacuos pero vestidos muy a la moda. Yo no vi la escena directamente porque estaba de espaldas, pero según me contó T, en un momento dado doblaron la esquina tres marroquíes de unos 16 años, dos hombres y una mujer. Ninguno de los tres estaban preparados para lo que vieron. Se detuvieron bruscamente al observar a las decenas de hipsters tomando combinados y charlando encantados de haberse conocido. Hubo un momento de indecisión entre los marroquíes. Luego, tras unos segundos, los dos chicos atravesaron la calle sacando pecho como gallitos con un móvil en el que sonaba música étnica a todo trapo. La chica, como corresponde a una mujer musulmana bien educada, lo siguió un par de metros por detrás con la mirada fija en el suelo. Al llegar al final de la calle, lejos ya del espacio dominado por los hipsters occidentales, los dos muchachos se volvieron para mirar si la chica los seguía.

-¿Cómo cojones se van a integrar si parecen recién salidos de la tribu? –dijo T.

Yo, que conozco a mi amigo, en ningún momento interpreté su comentario como racista. Era simplemente la expresión de su indignación por la marginación de la mujer. En el momento entendí esta explosión de irritación. A mí tampoco me gusta que traten a las mujeres como a un burro o un camello. Pero, al mismo tiempo, traté de interpretar la escena desde los ojos de los marroquíes. Eran dos adolescentes que con toda seguridad no llevaban demasiado tiempo en España. Asimismo, dudo que sus padres disfruten de nóminas mensuales de tres o cuatro mil euros, sino que con toda seguridad subsistirán malamente gracias a la economía informal. Tampoco creo que sean estudiantes excepcionales. Más bien estarán en agrupamientos especiales, en diversificación curricular o cualquiera de esos grupos que se hace para atender académicamente a los malos estudiantes. No es muy difícil deducir que una pandilla de hipsters hiperoccidentalizados haciendo cosas que ellos no entienden los intimiden, además de que estoy seguro de que les provoca cierto sentimiento de inferioridad. Y de ahí esa reacción de afirmación de su identidad étnica. Frente a la amenaza de lo desconocido y el desprecio de las clases poderosas, ellos se reafirman en sus valores culturales como forma de defensa.

Esta interpretación apenas si aporta nada. Es una conclusión a la que puede llegar cualquiera y en mi mente estaba a hacer un pequeño artículo de costumbres cómico como los que hago contándoos historias de mi vida. Normalmente escribo estos artículos en un par de horas porque se trata hacer un par de chistes fáciles combinados con una explicación cultural superficial. Pero aquí tuve un problema: aunque me gusta ser políticamente incorrecto, era muy fácil caer en un artículo racista, cuando yo no creo serlo en absoluto. Podría pasarme como a T si alguien escuchase su comentario sin conocerlo y fuera de contexto. Entonces empecé a darle vueltas a la conclusión y surgió la pregunta que me hago con el título de este artículo: ¿de qué hablamos cuando hablamos de integrar?

Y ahí va la respuesta:

Esa idea del viejo funcionalismo de que las sociedades son un todo homogéneo y perfectamente estructurado donde cada parte contribuye al perfecto funcionamiento del todo está más que superado. De forma sucinta, el problema fundamental de estas explicaciones es que su argumentación es siempre tautológica. Se parte de la idea de que cualquier fenómeno cultural contribuye al mantenimiento del sistema. Y así se explica todo. Por ejemplo, Marvin Harris explica que los hindúes no coman vaca porque el hecho de no comerla les aporta más calorías que comerlas. Tal vez esto sea cierto, pero nada impide que los hindúes adopten un sistema de producción agropecuario masivo y puedan así comer todas las vacas que les dé la gana.

En algún que otro artículo anterior ya he dicho que las sociedades se componen de diferentes facciones, cada una con sus intereses propios y sus propios discursos, habitus, representaciones colectivas, categorías y patrones de conducta o como les queramos llamar. En muchos aspectos las diferentes facciones no entran en conflicto. Por ejemplo, el hecho de que los musulmanes que conviven con nosotros en Coruña, coman o no cerdo nos importa un pito, más allá de lo que pueda afectarles a las industrias cárnicas. Pero hay otros aspectos que sí. Tratar a la mujer como un individuo de segunda subordinado al varón nos repugna. Y ahí es cuando los roces provocados por la convivencia de diferentes facciones trascienden lo local y llegan incluso hasta los medios de comunicación. ¿Qué hacemos con las niñas que se nos presentan en clase con la cabeza cubierta con un pañuelo?

 No me resisto a recoger tres respuestas a esta pregunta:

a)         L Antonio de Villena. Poeta, intelectual, homosexual y un tipo muy inteligente. Su respuesta es perfectamente coherente con su condición. Según él, se debe prohibir la entrada en las escuelas a niñas con la cabeza cubierta con un velo. El velo es un símbolo de subordinación de la mujer. El Islam considera que el cabello de la mujer es un símbolo sexual que incita al hombre al pecado. El hombre es bueno por naturaleza y sólo cae en el pecado de la carne por culpa de la pérfida hembra. Por eso la mujer debe ocultar todo lo que recuerde su feminidad y que pueda, aunque sea remotamente, hacer caer al hombre en el pecado de lujuria. Los occidentales, que creemos en la libertad y la igualdad, en ningún caso debemos permitir símbolos como el velo, porque los símbolos configuran la realidad. Lo mismo sucede con las tocas de monja. Si a alguna loca ultra católica se le ocurriese presentarse en clase con una, tampoco se la dejaría entrar.

b)         Iolanda, una compañera que tuve en un instituto hace ocho años, superfeminista y ultranacionalista. Como soy un cabrón, le planteé el dilema del velo, a ver qué pesaba más en su imaginario, si el feminismo o el nacionalismo. A la pobre señora se le mudó el rostro y me pidió unos días para reflexionar  -mucho me temo que para preguntarle a su marido-. Al final, Iolanda resultó ser más nacionalista que feminista. Dijo que la libertad cultural estaba por encima de todo y que había que respetar cualquier forma de expresión.

c)         Mi amigo X. Según él, hay que dejar que las niñas vayan con velo y, si se ponen, también con burka, porque él estuvo 15 días de vacaciones en Turquía, lo que le permitió tener un conocimiento profundo de la sociedad turca y observó que las chicas turcas se ponían el velo como un complemento más de la moda. Las había que se ponían velos de tela de tigre, velos de colorines y hasta velos Nike. Entonces el velo no es en absoluto un símbolo de sumisión de la mujer, sino una forma de ponerse “cachonditas” -la expresión es suya-. Por supuesto, ni se le pasó por la cabeza que el capitalismo, y en este caso la industria textil, incorpora al sistema de producción y consumo lo que sea, incluso las formas de discriminación sexual.

Como decía, las sociedades están compuestas por diferentes facciones. Estas facciones pueden ser de muy diversa condición. Hay facciones por orientación política –izquierdas y derechas-, hay facciones por sentimientos de filiación étnica –diferentes nacionalismos-, hay facciones por el lugar geográfico de procedencia –autóctonos e inmigrantes, y dentro de los inmigrantes, ecuatorianos, senegaleses, marroquíes,…-, etc… Cada una de las facciones tiene sus propias categorías culturales y sus programas de conducta asociados a ellas. Un individuo no pertenece a una única facción, sino que su identidad cultural surge de la superposición de todas a las que se adscribe. Me pongo a mí como ejemplo:

-          Nací y me crié en Coruña, lo que, en cierta manera, ha determinado la forma que tengo de entender el mundo y de comportarme. Mi infancia, mi adolescencia y mi juventud transcurrió en una ciudad media de provincias, lo que me diferencia, por ejemplo, de mis alumnos de Vimianzo. Significativo a este respecto es el hecho de que me escandalizara que, de los 600 alumnos del centro, ninguno quisiese ir en verano con todos los gastos pagados a pasar un mes en Canadá porque coincidía con el día del patrón del pueblo. No podía entender que sacrificasen la experiencia de conocer otro continente sólo por cogerse un colocón espantoso y echar un polvo en un pajar. Sin embargo, cuando se lo conté a un colega de Ribeira, me dijo que lo entendía perfectamente porque puedes hacer muchas más cosas en la noche del feirón que en todo un mes en Canadá. Éste es un ejemplo un poco chorra, pero creo que ejemplifica bastante bien cómo cambia la percepción del mundo en función del lugar en el que uno se ha criado.

-          También fui criado por unos los intelectuales de izquierdas. Mi padre es un científico bastante significado políticamente. Trabaja para el Estado haciendo investigaciones agrarias. Esta educación no me marcó sólo políticamente, sino que llega hasta el punto de que cuando se me planteó por primera vez en mi vida la necesidad de buscar trabajo fui absolutamente incapaz de montar un negocio, sino que seguí los pasos de mis padres y acabé estudiando unas oposiciones. Asimismo, he interiorizado una concepción del mundo en la que yo creo que todos los seres humanos son iguales y que las diferencias entre ellos son el resultado de un reparto injusto de bienes. Muy al contrario, un familiar de mi mujer al que estimo bastante, es el hijo de un deportista de élite y de una familia de alcurnia. Como es de esperar, este familiar desprecia todo lo que tenga que ver, aunque sea remotamente, con la Administración Pública y está absolutamente convencido de que las diferencias entre los seres humanos se deben a una cuestión de mérito. Cada uno ocupa la posición social que se merece. Hace unos días hablando con su mujer precisamente de este tema me di cuenta de hasta qué punto sus categorías culturales y las mías eran radicalmente diferentes. Su discurso y el mío eran, en todo el sentido de la palabra, inconmensurables. Podíamos estar una semana hablando que de ninguna manera hubiésemos llegado a una solución de consenso. Los esquemas de pensamiento sobre los que construíamos los razonamientos eran distintos, de modo que nuestros discursos no se tocaban en ningún punto.

-          Supongo que también soy lo que se considera un producto típico de la clase media alta. Esto permitió a mis padres mandarme a un colegio privado -no se lo reprocho, ellos pensaron que era lo mejor-, lo que os aseguro que me marcó realmente. Tiendo llevarme bien con todo el mundo, pero no podéis imaginaros lo fuera de lugar que me encontraba a veces cuando con colegas del barrio, hijos de padres trabajadores manuales. Yo era afable con ellos y nos reíamos y lo pasábamos bien, pero todos éramos conscientes de que las conversaciones adolecían de naturalidad. Para que veáis hasta qué punto determinan nuestras categorías culturales y los patrones de conducta la clase social a la que pertenecemos podéis leeros un libro que está bastante bien de Oscar Lewis que se llama La cultura de la pobreza. En este libro Oscar Lewis sostiene que la cultura de la pobreza suele perpetuarse pasando de padres a hijos, con lo cual las nuevas generaciones no están psicológicamente preparadas para aprovechar todas las oportunidades de progreso que puedan aparecer en el transcurso de sus vidas. Los aspectos básicos, según el estudio de Lewis, de lo que él llamo la cultura de la pobreza, son el odio a la policía y gobierno, desconfianza del gobierno, cinismo frente a la iglesia, fuerte orientación hacia vivir el presente, temprana iniciación de las prácticas sexuales, poca tendencia a seguir las leyes y escasa o nula planificación del futuro.

Podría seguir así desglosando mi vida, pero creo que con estos tres ejemplos ya basta.

Como dije, las diferentes facciones entran a veces en conflicto por imponer sus propios intereses al conjunto de la sociedad. El número de facciones al que pertenece cada individuo es relativamente alto, aunque por cuestiones históricas hay dos que se han priorizado ante todo: la clase social y la etnia -lo cual resulta bastante curioso, porque no sé de nadie que haya planteado que en la sociedad actual se priorizan los intereses de los individuos de la ciudad frente a los del campo, a los que se despoja de toda su producción para ser comercializada en el mercado alimenticio-.

De la lucha entre facciones de clase tengo poco que decir en este artículo y como ejemplo de choque de intereses entre estas facciones están la revolución francesa, la revolución rusa y todo el sistema político que se viene formando en occidente desde la desaparición del sistema colonial tradicional.

De la segunda es de la que tratamos en este artículo:

El discurso popular tiende a identificar la cultura con la etnia y pasa por alto el resto de condicionantes como si nuestra cosmovisión dependiese única y exclusivamente de la endoculturación en una etnia determinada, cuando la cultura es un concepto mucho más amplio. Esta concepción de la cultura nace con la superstición romántica de Herder y compañía de que un determinado espacio geográfico se identifica con una cultura particular que, a su vez, moldea a los individuos que pertenecen a ella hasta hacerlos compartir una cosmovisión común. No quiero extenderme demasiado aquí para rebatir esta idea porque podría desviarnos del tema central de este artículo y extendernos más allá de lo necesario. Sin embargo, creo que debo dejar claro un par de cosas. Para los nacionalistas, la cultura ya no es una construcción artificial, sino un producto natural de la tierra. Según Herder, cada pueblo tiene su propio espíritu. El Volksgeist determina la forma de entender el mundo de los miembros de cada cultura y los hace semejantes entre sí. Es en esa semejanza de cosmovisiones en lo que se fundamenta la existencia de las diferentes naciones y pueblos. Los alemanes se asocian con los alemanes, los franceses con los franceses y lo gallegos con los gallegos porque son semejantes entre ellos y diferentes de un ruso o un español. Una ley o una costumbre no es buena porque mejore nuestra forma de vida, sino sólo por ser ancestral. Cuanto más cercana esté al origen, menos contaminada estará y más Volksgeist será. De ahí que en su origen los nacionalismos estuviesen ligados a partidos políticos conservadores.

 Cuando pensamos en conflictos entre facciones étnicas a todos nos vienen a la cabeza Hitler y Stalin. Y también los dos marroquíes que pasaron pavoneándose como pavos reales con la chica 2 m por detrás.

El discurso del multiculturalismo ofrece, a grandes rasgos, dos soluciones al conflicto entre facciones étnicas en el seno de una misma sociedad:

a)      La convivencia pacífica y armómica de ambas culturas étnicas, respetando las características específicas de cada una y creando espacios de diálogo.

b)      La creación de una cultura híbrida, que surja como resultado de la mixtificación de las diferentes culturas étnicas que conviven en una sociedad determinada.

Desgraciadamente, ambas soluciones, son una quimera. La primera de ellas, porque, como he repetido hasta la saciedad, cada facción tiene una serie determinada de categorías culturales que ordenan el mundo y unos patrones de conducta asociados a ellas, es decir, que cada facción ofrece un modo de ordenar la sociedad y de comportarse. El discurso es poder, como decía Foucault, de ahí que las facciones, ya sean de clase, ya sean étnicas, luchan por convertir su discurso en el discurso del poder. Siempre habrá un discurso hegemónico.

Consciente de lo que acabo de enunciar, el discurso multicultural optó por crear un discurso híbrido e identificar este discurso con el poder. Era una solución mucho más coherente con los mecanismos de la sociedad, y así funcionó en algunos lugares, pero desgraciadamente, el poder no gusta de ser compartido. Estos discursos multiculturales fueron, en el mejor de los casos, inestables, como lo fue la socialdemocracia como discurso híbrido entre las facciones de clases.  

Y así llego a lo que comúnmente se entiende por integración cuando hablamos de integrar. Dado que el discurso es poder, siempre habrá uno hegemónico. Cuando el ciudadano medio convive con otros ciudadanos pertenecientes a facciones étnicas minoritarias y experimenta un determinado conflicto como puede ser el velo y la subordinación de la mujer se postula en torno a dos opciones:

a)      Ignora estas cuestiones siempre y cuando se hagan lejos de él. Es lo que todos conocemos como ghettos. Nos trae al pairo lo que hagan, con tal de que lo hagan lejos. Es lo que llevamos haciendo siglos con los gitanos y hay que tener cojones para llamar a esta opción tolerancia.

b)      Asumir que hay un discurso hegemónico. Y asumir, también, que ese es el nuestro. Si los inmigrantes quieren vivir en nuestra sociedad en igualdad de condiciones, deben asumir nuestro discurso, pues es imposible como he demostrado la convivencia armónica. Esto supone de facto el abandono de su cultura étnica y la adopción de nuestras categorías culturales y nuestros patrones de conducta. Esta segunda opción quizá sea menos tolerante, pero desde luego es menos hipócrita, sobre todo si estamos convencidos, como es el caso de T, de que hay ciertas categorías y comportamientos que son intrínsecamente buenos, como la igualdad sexual.