lunes, 1 de septiembre de 2014

Ocio I: Paul Lafargue y El derecho a la pereza




    En esta época de crisis, cuando en España hay seis millones de parados y nada augura buenos tiempos para los trabajadores occidentales (*), quizá sería un buen momento para reflexionar sobre el trabajo. No sobre planes para generar empleo, ni sobre la precarización del asalariado, sino sobre el concepto mismo de trabajo, el reparto del mismo y sus implicaciones sobre la existencia humana. Damos por sentado que el trabajo es necesario y dignifica. Esta idea es una de esas representaciones colectivas de las que habló Durkheim, una idea que todos los miembros de la sociedad consideran evidente más allá de todo razonamiento. Es lo que el sentido común sanciona como cierto más allá de toda duda. Según Mary Douglas la forma de entender el mundo, la cosmovisión de una cultura se construye sobre estas representaciones colectivas que, así, determinan y orientan la organización social y el comportamiento de los individuos. Que el trabajo es bueno es una representación colectiva de nuestra sociedad de mercado. En otro momento hablé de un amigo al que algunos empiezan a evitar porque no quiere trabajar (aquí) y, cuando yo reconozco sin ambages en la sala de profesores que trabajar me parece una mierda, todos mis compañeros me miran como si hubiese cometido una herejía. Y de hacho así es. Porque cuando mi amigo M se niega a trabajar y yo sostengo sin ruborizarme que odio el trabajo, estamos atentando contra esa sacrosanta representación colectiva de que el trabajo es bueno y dignifica. Sin embargo, cualquier estudio de etnografía comparada evidenciará que las representaciones colectivas no son verdades universales, sino un producto cultural. Sin ir más lejos Quevedo consideraba trabajar una actividad vil que todo hombre digno debería eludir. ¿Qué pensaríais si os digo que tal vez, aunque sólo sea tal vez, esa tesis que todos aceptamos como evidente de que el trabajo dignifica no es cierta? ¿Qué pensaríais si os digo, por ejemplo, que el trabajo no dignifica sino embrutece?. Pues ahí van una serie de reseñas sobre esta herejía, a las que englobo bajo el título genérico de Ocio y a las que habría que añadir las que ya hice sobre Marshall Sahlins, La economía en la edad de piedra y Pierre Clastres La sociedad contra el Estado. Empiezo por Paul Lafargue, y luego vendrán Bertrand Russell, Stevenson, Bécquer y algunos más que poco a poco iré colgando.

    Paul Lafargue era el yerno de Karl Marx. Además leyó mucho a Proudhon y él y su mujer se suicidaron juntos cuando él tenía sesenta y nueve años. Su obra más conocida de lejos es El derecho a la pereza. Este ensayo es una diatriba contra la moral del trabajo de la que hablé en el párrafo anterior. Lafargue nos habla de las condiciones de sus trabajadores contemporáneos y llega fácilmente a la conclusión de que trabajar en una mina no dignifica a nadie. En el mejor de los casos, lo embrutece, cuando no lo mata. Hasta los esclavos tenían mejores condiciones de vida. Los burgueses que no bajan a la mina y los nobles que no pegan ni chapa viven infinitamente mejor que cualquier trabajador industrial, de modo que no le es difícil deducir que el trabajo es una condena. 
    La moral del trabajo es un invento de la burguesía para que los trabajadores pobres acudan a las fábricas a cambio de sueldos miserables. Para ello se inventan todo eso de que el trabajo dignifica y que aparta de todos los vicios -difícilmente uno se puede echar al agradable pecado de la lujuria cuando tiene que currar dieciséis horas diarias en una fábrica-. Sin embargo, para Lafargue, la vida sólo merece la pena vivirse si uno puede disfrutar moderadamente de los vicios. ¿Qué sería de la vida sin los placeres del amor, de la buena mesa, del vino, etc? Y así, como francés, se avergüenza de en lo que se ha convertido el espíritu revolucionario de 1789. Los propios obreros reivindicando el derecho al trabajo se han puesto el yugo de los esclavos.
    Con los medios de producción modernos bastaría para que toda la población tuviese cubiertas sus necesidades vitales con tan sólo trabajar tres horas diarias -ojo que Lafargue considera modernos los avances tecnológicos del siglo XIX. Si hubiese visto los actuales estimaría que con diez minutos al día llegaría-. Sin embargo, en lugar de trabajar menos, el proletariado asalariado trabaja cada vez más. Esto nos lleva inevitablemente a la sobreproducción. Sobran los productos y algo habrá que hacer con ellos. El primer paso para darle salida a este exceso de producción pasa porque los ricos se entreguen a un lujo absurdo, al consumo desenfrenado de bienes que no necesitan y que ni siquiera disfrutan.. Pero este lujo absurdo de los ricos no basta para colocar el excedente de producción, así que los países industriales se embarcan en la empresa colonial, que no son sino nuevos mercados. Y ni aún así da para que toda la producción sea reabsorbida, de modo que los empresarios fabrican productos de mala calidad para que duren poco y haya que reponerlos constantemente -la obsolescencia programada hoy en día ha llegado a la perversidad de poner chips en las lavadoras para que dejen de funcionar a un determinado número de usos-. Todo un derroche estúpìdo de tiempo y esfuerzo.

     La clarividencia de este hombre es impresionante. En el XIX ya previó la sociedad de consumo. La idea sobre la que Bauman escribe hoy en día tantos ensayos. Curiosamente, siempre el mismo que compramos y leemos año tras año, generalmente cerca de las Navidades.

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