miércoles, 13 de agosto de 2014

Un científico reflexiona sobre la alimentación



    Las líneas que siguen a continuación no son mías, al menos en lo que al contenido se refiere. Es un fragmento de uno de los innumerables libros de mi padre. Mi contribución se limita a corregir ciertas cuestiones de estilo.


El sistema alimentario actual, pese sus fallas y deficiencias, es el mejor que ha tenido occidente a lo largo de su historia. Hoy en día, en un país desarrollado, cualquier ciudadano con un mínimo poder adquisitivo dispone de la suficiente variedad de alimentos, conocimientos y medios para llevar una dieta que evite situaciones carenciales o de sobrepeso. Sin embargo, entre las clases medias y altas ha surgido una suerte de miedo a la contaminación alimentaria que nos ha llevado a una búsqueda desesperada de lo natural en credos como el vegetarianismo, la dieta macrobiótica o la naturopatía, que tienen un airecillo oriental y moderno que, a la par de ser la mar de chic, les dan una pátina de venerabilidad científica outsider para aquellos sectores de la población ávidos de contracultura y teorías de la conspiración.
Todo discurso hegemónico provoca inevitablemente excrecencias por exceso de celo. En la Edad Media, era la religión la encargada de explicar la realidad. Si llovía era porque Dios quería, si una horrenda plaga como la peste negra diezmaba la población era porque se había vivido en contra de los dictámenes de la moral religiosa y unos cuantos años de sequía se debían a las oscuras maquinaciones de una bruja conchabada con el diablo. No los juzgo. Cada cual explica el mundo como puede y sería injusto liquidar con cuatro chistes un mundo que dio personajes como Tomás de Aquino, Agustín de Hipona o Dante. Si saco a colación estos ejemplos, es para señalar la correlación entre una determinada cosmovisión y las excrecencias que esta produce. En el mundo teológico medieval era lógico que proliferasen chiflados cuya idea de la religión consistía en vivir como animales salvajes en una gruta o en coger una espada y cruzarse medio mundo para conquistar Tierra Santa a sangre y fuego.
Desde el Renacimiento va instalándose progresivamente en Europa la revolución científica. Ya no es Dios el que explica el mundo, sino la ciencia a través de su instrumento que es la razón. Llueve por condensación del agua y la peste negra se transmite por las ratas. De la mano de esta nueva cosmovisión surge una nueva moral que deja de preocuparse por el dominio de la divinidad -el más allá- para centrarse en el más acá. El bien no es aquello que nos asegura la vida eterna, sino aquello que mejora las condiciones de vida de los hombres. Surgen así las filosofías que aseguran la felicidad de las personas en este mundo, desde el contrato social de Rousseau al marxismo. Como era de esperar, la filosofía científica habrá de provocar excrecencias. En este aspecto, la salud desempeña un papel fundamental, ya que cualquiera puede percibir la relación ciencia-salud-calidad de vida. Del mismo modo que ermitaños y cruzados hacían su propia interpretación radical de la religión, asistimos en Europa y América a la proliferación de movimientos pseudomesiánicos como el vegetarianismo, la dieta macrobiótica y demás culturas del curanderismo. Tal vez el lector considere excesivo comparar a los insulsos comedores de lechuga y arroz integral con los ermitaños, cruzados e inquisidores, pero cada momento histórico tiene sus propios movimientos mesiánicos y no es culpa mía que el mundo en que nos ha tocado vivir sea tan soso. En lugar de excitarnos con ríos de oro en la Nueva Jerusalén, nos prometen una vida increíblemente longeva y sana si comemos de acuerdo con los descubrimientos de tal o cual científico que ha venido a alumbrarnos.
Todos los nuevos credos alimentarios parecen estar de acuerdo en una necesaria vuelta a lo natural. Al parecer, el gran peligro que amenaza la salud de occidente es el empleo de insecticidas, conservantes, fertilizantes y demás técnicas de producción masiva que permiten alimentar a 2/3 de la población mundial. Esta obsesión por lo natural llega a extremos ridículos como cierta actriz de Hollywood que sólo come frutos recién cogidos del árbol, como si el sencillo paso del tiempo fuese una manipulación horrorosa y no el hecho más natural del mundo. Pese a lo que pueda parecer y a que la actitud de esta señora se nos venda como la vanguardia de la alimentación, la hipervaloración de lo natural es tan vieja como el ser humano. El mito del paraíso perdido y la concepción de la vida como una decadencia continua debida a la mano del hombre ya aparece en el Génesis.
Los movimientos mesiánicos alimentarios atribuyen gran parte de los males a la manipulación humana de los alimentos. Sin embargo, siento decirles que esas llamadas enfermedades de la civilización -cánceres y enfermedades coronarias- no suelen aparecer antes de cierta edad y es la longevidad euroamericana la que ha provocado que en los últimos años el número de casos se haya multiplicado. En otras palabras: envejecer es malo para la salud; desde luego mucho peor que comer bien.

Como sucede con otros muchos fenómenos modernos, esta obsesión por la comida empieza en Estados Unidos y se generaliza posteriormente por la Europa del bienestar. Este dato resulta harto curioso, porque no es un niño africano con el vientre hinchado por el hambre el que se preocupa por qué come o deja de comer, sino los bien alimentados euroamericanos aterrados ante el gravísimo riesgo que corre esa salud pública que les permite llegar casi hasta los cien años sin más esfuerzo que bajar al supermercado a comprar lo que les apetezca. La relación entre la psicosis alimentaria y el grado de desarrollo económico es evidente. Sin embargo, mucho nos tememos que, ante la crisis alimentaria que se avecina, el viento se llevará estas culturas del curanderismo, del mismo modo que la Gran Depresión de 1929 barrió del mapa los movimientos morales alimentarios de Estados Unidos.

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