martes, 15 de julio de 2014

A propósito del matrimonio






    Hace un par de días, en una cafetería, escuché a dos chavales de unos veintitantos años charlando acerca de sus parejas sentimentales. Al parecer, uno de ellos se había ido a vivir con su novia. El otro, que parecía un poco más parado, le preguntó cómo llevaban los padres de ella que se fuesen a vivir juntos sin estar casados ni nada de eso.
    -Me da igual. Yo no necesito ni un papel ni un cura que me dé la bendición. Yo paso de bodas y todo eso. -repuso el otro muy ufano.
    Ese mismo día, al llegar casa, vi en las noticias que Ana Botella, la alcaldesa de Madrid,
La ganadora de Eurovisión convertida en icono.
boicoteaba de no sé qué manera El Día del Orgullo Gay. Varios homosexuales, tanto hombres como mujeres, clamaban indignados contra el retroceso en las libertades civiles que experimenta este país desde que gobiernan los conservadores. Y yo me acordé, con cierta nostalgia, cuando estos mismos colectivos festejaban que el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero les había reconocido el derecho de casarse al mismo nivel que las parejas de distinto sexo. Y también me acordé, esta vez sin ninguna nostalgia, de millones de personas esgrimiendo banderas de España en la plaza de Colón indignadísimos porque, en su opinión, el matrimonio gay pone en grave riesgo la a familia.
    Me sorprendió observar en un periodo de tiempo tan breve tres reacciones tan dispares al mismo fenómeno del matrimonio: en primer lugar, los grupos heterosexuales jóvenes, hasta ahora perfectamente integrados dentro de esa institución, que hacen gestos por salirse de ella; en segundo lugar, los homosexuales, que hasta el momento habían quedado fuera de la institución, haciendo esfuerzos por incorporarse; y en tercer lugar, los que se consideran bastiones de los valores culturales de occidente, preocupados por los perniciosos cambios sociales que amenazan el orden.

Gente preocupada.



Los bastiones de la moral de occidente con uno de sus jefes.


    Y entonces pensé en escribir un artículo en el blog sobre esto, porque ni el chaval que pasa de casarse es tan subversivo como se cree, ni el matrimonio gay amenaza nada. Nunca en la vida el matrimonio monógamo como piedra angular de la sociedad burguesa gozó de tan buena salud.
    Analicemos primero el caso del matrimonio homosexual:
    El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Engels es un libro con muchas ideas más que discutibles desde un punto de vista antropológico, pero, si tiene algún acierto, es haber demostrado que la familia monógama, con dos esposos e hijos, es el pilar sobre el que se fundamenta la sociedad burguesa. La familia es la unidad mínima económica, residencial, sentimental y reproductora. En el plano económico, los esposos se reparten el trabajo, tanto el doméstico, como el de aportar los bienes materiales necesarios para la subsistencia, y, al terminar, ponen los resultados en común para asegurarse un sitio donde comer y dormir todos juntos. Antes, el reparto era desigual, la mujer se encargaba de la casa y la cría de la prole, y el hombre de ganar los cuartos; ahora parece que eso está cambiando y nos acercamos a un reparto del cincuenta por ciento en todas las tareas -ya sé que todavía no hemos llegado del todo a ese ideal, pero es a lo que se aspira-. En el plano sentimental, se espera que los esposos se amen tiernamente entre ellos y a sus hijos. Si aparece otro elemento, como podría ser un amante, se le considera un elemento distorsionador que puede dar al traste con la familia. Y en cuanto a la reproducción, la función del matrimonio consiste no sólo en traer niños al mundo, sino en reconocerlos y en educarlos en los valores que se espera de un miembro de la sociedad.
    Los homosexuales y su derecho a casarse y adoptar niños no atentan en nada a esta cuádruple función del matrimonio burgués. Sólamente se integran en ella. Cambia uno de los actores, pero la función social de la familia burguesa sigue siendo exactamente la misma. Sé que cuesta pensar en otros modelos, porque a fuerza de ver siempre a papá, mamá y los niños hemos acabado por creer que este modelo de familia es universal y, por tanto, natural. Pero hay millones de ejemplos de literatura antropológica que demuestran que no es así. Los nayar, por ejemplo, no consideraban al padre como miembro de la familia. La madre tenía todos los amantes que quería, el padre no pintaba nada -de hecho muchas veces no se sabía ni quién era- y el que tenía derechos y obligaciones con respecto a los hijos era el hermano de la madre, que era el que ejercía como tutor del niño y el responsable de mantenerlo. O los kibbutzs judíos, donde el niño no pertenecía los padres, sino a la comunidad. Optar por estos modelos de familia sí sería realmente subversivo. Que los homosexuales quieran formar parte de las familias de toda la vida yo diría que es hasta conservador -cosa que, por otra parte, están en todo su derecho de reclamar-.
    En cuanto al chaval que se sentía superalternativo por no casarse por la iglesia, hay que dejar claras un par de cosas:
    Un matrimonio es un rito de paso, es decir, una representación simbólica de un cambio de estatus social. Dos personas, que hasta el momento eran solteras, hacen una representación simbólica por medio de la cual reconocen ellos y la sociedad que, a partir de entonces, están ligados sentimental, sexual, reproductiva y económicamente.
    Como todos los ritos de paso, está lleno de símbolos:
    a) el sacerdote, el concejal o el alcalde, que es la autoridad social que reconoce y respalda el nuevo vínculo entre los esposos. En una cultura en la que imperan los valores religiosos, es el cura, el sacerdote o el chamán; en una cultura como la nuestra, donde los valores religiosos están siendo sustituidos progresivamente por la ciencia, es el concejal o el alcalde el que encarna esa autoridad social.
    b) el anillo, una circunferencia sin principio ni fin, como ese matrimonio que no se romperá hasta que la muerte los separe.
   c) la novia de blanco, símbolo no tanto de la virginidad, sino de la pureza infantil que se pierde ese día al entrar en el mundo de los adultos autosuficientes.
    d) los padres que entregan al hijo y a la hija escenifican la nueva independencia de los hijos, que hasta el momento dependían de ellos.
    e) la noche de bodas y el tálamo nupcial, primer lecho que comparten los cónyuges.
    f) las arras, esas trece monedas que la RAE define como símbolo de entrega, pasando de las manos del desposado a las de la desposada y viceversa.
    Y otros muchísimos símbolos más, que sería demasiado farragoso pormenorizar aquí, en un post, formato pensado para ser leído en un par de minutos todo lo más.
  Puede que el veinteañero superoutsider se sienta de lo más subversivo por haber renunciado a todos estos símbolos del reconocimiento social, pero siento decirle que emite otros muchos símbolos con el mismo significado que la boda con su cura y sus arras. Él y su pareja comparten vivienda, cama y lavabo. Comen juntos, duermen juntos y hasta hacen sus necesidades en el mismo sitio, gestos todos ellos de que comparten su intimidad. Lo íntimo es lo propio, lo personal. Dos personas que comparten la intimidad se reconocen ante sí mismos y el mundo como una unidad. Supongo que él y su pareja se darán besos, irán de la mano y tendrán otros gestos de cariño que les transmiten a ellos mismos y a los demás que se quieren y que son una pareja cerrada sentimentalmente donde no cabe nadie más.
    En relación con esto leí una vez en una novela:

    Supongo que esta nueva situación nos convierte en novios oficiales. Tatá debe pensar lo mismo, porque, poco a poco, comienza un proceso de reapropiación de mi intimidad. El primer momento en que soy consciente de ello es un jueves por la tarde. Acabo de llegar de uno de mis largos paseos, única cosa que se puede hacer cuando la vista falla. Tatá llama al timbre. Dejo la puerta abierta y la espero en la habitación mientras fumo un cigarrillo. Ella trae un bolso consigo. Se sienta en la cama y empieza a contarme algo del trabajo. No me interesa en absoluto, así que me pongo a pensar en mi dolor de ojos. Hacemos un par de veces el amor. Al terminar, pongo el programa deportivo de la radio. Tatá se levanta y coge el bolso. La miro caminar desnuda, su cuerpo perfectamente curvado, pero los dos asaltos me han dejado libre de pulsiones sexuales. Vuelve a la cama con el bolso.
           -He traído algunas cosas. –me dice.
          No estoy preparado para lo que va a ocurrir, de modo que me convierto en un espectador pasivo.
           Abre el bolso y me enseña el contenido. Me dice que hay algunas cosas que es más cómodo que tenga en mi casa porque viene todos los días. Saca un cepillo de dientes, un champú, algo de ropa interior y una foto suya.
           -Esto es para que te acuerdes de mí.  –me dice al tiempo que deja la foto en la mesilla de noche.
           Guardo silencio mientras entra en mi baño y deja su cepillo de dientes en el vaso, entre mi maquinilla de afeitar y mi cepillo.
Veinte minutos después se marcha y me quedo solo en mi habitación. Mi novia acaba de levantar la pata para marcar territorio y mi habitación se ha convertido en una prolongación de su hogar base.


    En conclusión, el matrimonio monógamo nunca ha gozado de tan buena salud como hoy en día. Sólo hace falta fijarse en que todo está montado para la pareja. Y no estoy hablando únicamente de las habitaciones dobles en los hoteles, las invitaciones a eventos que incluyen el nombre del invitado más de un acompañante o que en el supermercado todo lo familiar es más barato. Sino también, y sobre todo, de la cantidad de esfuerzo y dinero que la sociedad invierte en convencer a sus miembros de que ese, y no otro, es el mejor proyecto de vida. La juergas nocturnas en pubs y discotecas no son otra cosa que un espacio social en el que conocer parejas sexuales y, si nos colocamos, es, entre otras cosas, para vencer la timidez que puede inhibirnos en esta búsqueda. Las películas y las novelas, con muchísima frecuencia, terminan con un héroe y una heroína que se enrollan y de los que se intuye que entran en una definitiva etapa feliz de sus vidas. El matrimonio es el premio a sus peripecias. Y si no sigo dando ejemplos es porque ya me he pasado de la extensión que tácitamente se prescribe para un post.

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