lunes, 23 de junio de 2014

Chuck Palahniuk: El club de la lucha y Asfixia.






    Chuck Palahniuk es, quizá, el mejor exponente de lo que se denominó Generación X. No sé si lo reconocerá como una de sus influencias, pero sus personajes parecen atrapados en la paradoja schpenhueriana de la existencia: la vida oscila entre el dolor que provoca el deseo insatisfecho y el tedio que llega cuando hemos satisfecho ese dolor. Sufro porque no tengo algo -una novia, un puesto de trabajo, o lo que sea- y, cuando lo consigo, al poco paso a considerar la nueva situación como normal y me aburro. Para evitar caer en un tedio indefinido, me busco otra meta que me mantiene insatisfecho mientras no la alcanzo. Y así una y otra vez. La sociedad contemporánea, con todas sus facilidades, nos ha condenado a vidas demasiado cómodas. Tenemos trabajo, casa, no hay desastres naturales que amenacen nuestra plácida vida, y hasta las guerras se libran en países lejanos, de modo que apenas si nos afectan más allá que como espectáculos televisivos. No hay deseos insatisfechos, y, en caso de haberlos, basta con acercarnos a un centro comercial para colmarlos. No encontramos estímulos que nos muevan a la acción, de ahí que la vida del hombre occidental contemporáneo transcurra en una abulia indefinida. Hay una cita que resume esta nueva condición humana. No es de la novela, sino de la película de El Club de la lucha, pero resume perfectamente el universo de Palahniuk:

    «Veo mucho potencial, pero está desperdiciado. Toda una generación trabajando en gasolineras, sirviendo mesas o siendo esclavos oficinistas. La publicidad nos hace desear coches y ropas. Tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos, no hemos sufrido una gran guerra ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock. Pero no lo seremos, y poco a poco lo entendemos, lo que hace que estemos muy cabreados».

     He escogido El Club de la Lucha y Asfixia como las dos novelas más representativas de Palahniuk porque en cada una de ellas se concretan las dos respuestas posibles a esta abulia existencial. En El Club de la Lucha el protagonista, en primera instancia, crea un club en el que se citan hombres y mujeres para pelear, para estar cada noche al borde de la muerte y crear así los estímulos suficientes para no sucumbir al tedio. Después, cuando el club ya está consolidado, se convierten en un grupo terrorista cuyo objetivo es acabar con esta sociedad enferma.

Plano de la película de El Club de la Lucha con Brad Pitt haciendo de Tyler Durden.  La película es hasta mejor que la novela.


    Asfixia propone una solución menos radical, pero, en cierta manera, mucho más realista. Un ser humano del siglo X empleaba todas sus energías mentales en los padecimientos provocados por sus penosas condiciones de vida, la guerra, el hambre y dolores y enfermedades controladas hoy en día. A nosotros  la sociedad moderna nos ha condenado a una vida demasiado cómoda. Sin nada de lo que defendernos, nuestros pensamientos se vuelven contra nosotros mismos. Surgen así las adicciones y las hipocondrías -el protagonista de la novela, además de estar obsesionado con la enfermedad, es adicto al sexo-.
     
Plano de Asfixia. No he visto la película, así que no puedo opinar.



    En general, el estilo de Palahniuk es rápido y agresivo. Frases cortas que concuerdan muy bien con ese universo suyo y que, al mismo tiempo, hacen que se lea muy bien. 

    Hasta aquí, todo lo bueno de Palahniuk. Pero también hay que darle algún palo: 

    1. Sus novelas no es que sean especialmente verosímiles. Lo siento, pero a veces todo es tan absurdo que te echa de la lectura.
      2. El Club de la Lucha tiene una acción bastante trepidante, pero Asfixia es como si la acción se hubiese detenido, como si la novela careciese de conflicto y se limitase a contarnos la vida de un tarado.  

    En cualquier caso, aunque sólo sea para saber de qué va la narrativa de la Generación X y como testimonio de una época -lo que fueron los años noventa y el comienzo del siglo XXI-, recomiendo leer a Palahniuk. Desde luego mucho más que a nuestra versión hispana de esta generación, Mañas y Ray Loriga. Lo peor de todo, la novela más famosa de este último, es una nota a pie de página a la Generación X, y eso que es cuatro años anterior a El Club de la Lucha.

   P.D. Todo esto de las vidas demasiado cómodas y el malestar existencial de la sociedad de consumo puede que fuese cierto hace diez o quince años. Habrá que ver qué pasa con la crisis económica y el nuevo mundo que está surgiendo tras ella. 

domingo, 15 de junio de 2014

Karl Polanyi: La gran transformación.






    La Gran Transformación es un ensayo antiguo, de 1944. Han pasado setenta años y aún así explica perfectamente la crisis económica actual y lo que podemos esperar de ella.
     Polanyi comienza su ensayo desmintiendo la tesis neoliberal de que el mercado autorregulado, libre y sin trabas es un fenómeno universal. Según Polanyi, la economía en las sociedades primitivas estaba incrustada en el resto del sistema social, es decir, era una parte subordinada a un todo. Polanyi no habla de él porque es varias décadas posterior, pero para explicar el modo en que la economía se incrusta en el resto del sistema social es muy significativo el estudio de los tsembaga que hizo Roy Rappaport en Cerdos para los antepasados. Los tsembaga viven de la agricultura y de los cerdos. El medio natural tiene una capacidad limitada para mantener a un cierto número de cerdos. Si el número de cerdos sobrepasa esa cantidad, se comen las cosechas, el suelo se degrada y la economía de subsistencia se cae. Al mismo tiempo el número de individuos que puede vivir en ese territorio también es limitado. Por eso, periódicamente, cuando el número de cerdos empieza a ser peligrosamente alto, los tsembaga hacen un ritual religioso -el kaiko- en el que se comen un montón de cerdos -controlan el número de cerdos por medio de un ritual religioso-, se van a la guerra contra sus vecinos -controlan el número de humanos por medio de la política-, y así se mantiene el mecanismo homeostático del medio. La economía -número de cerdos y agricultura-, la política -guerra- y la religión -el ritual del kaiko- están integrados en el sistema.
      Según Polanyi, en el siglo XIX surge la utopía liberal, que consiste en prometernos un
Karl Polanyi
paraíso en el que todos los hombres somos iguales, nadamos en la abundancia y, si trabajas y eres listo, ganas cosas. Como nos explica Max Weber, es una visión total y absolutamente calvinista del hombre y la existencia. Es el calling divino de los protestantes. Dios reconoce a los suyos en la tierra recompensándolos económicamente. Si eres rico, es porque eres virtuoso y Dios te ha reconocido por tu buen hacer. Esta forma de entender la existencia es el sumum del materialismo, ya que se identifica la felicidad y ser elegido por Dios con la posesión de bienes materiales. Si tienes cosas es porque eres bueno y Dios te reconoce; si eres pobre es porque eres malo y Dios pasa de ti. En una pirueta del razonamiento, se identifica la calidad moral con la posesión de bienes materiales. 
     El método para llegar a este paraíso donde los buenos nadan en la abundancia es el laisser faire, el libre mercado. Guiados por esta utopía, los empresarios capitalistas y los gobiernos dejan de intervenir en los mercados para que se autorregulen. De este modo, la economía se convierte en un ente autónomo al margen de la sociedad. Se guía por sus propias normas de la oferta y la demanda y así se fijan los precios. 
      El primer inconveniente que detecta Polanyi en este idílico mundo liberal, es que se acaban confundiendo los fines con los medios. Sólo se aspira al libre mercado. Pero, cuando llegamos a esa total independencia del mercado con respecto de los gobiernos, resulta que no es el paraíso de la abundancia que nos había prometido. Pero eso ya no importa.
      En segundo lugar, no importaría que la economía escapase al control de las personas y los gobiernos si siempre hubiese ganancias. Pero, como hemos comprobado con esta crisis económica que estamos viviendo, eso no siempre es así. Es evidente que los intereses personales, el egoísmo, etc... nos llevan a la especulación y a hacer "economía de casino". Esto tampoco importaría mucho si la economía no nos hiciese falta para comer. Pero resulta que es así. Entonces la economía empieza a controlar absolutamente todo el sistema social. Hacemos política en función de la economía -lo de los gobiernos actuales es increíble-, las relaciones de parentesco dependen de la economía -no nos casamos, divorciamos y tenemos hijos cuando queremos, sino que dependen de nuestra situación económica-, etc... Y así la sociedad empieza a girar alrededor de una para paradoja: vivimos en función de un ente que no podemos controlar. Nos controla lo que antes controlábamos nosotros y que decidimos dejar de hacerlo. Es como el hijo que se come al padre.
        A lo largo de su obra, que es bastante extensa, Polanyi continúa diseccionando las mentiras de la utopía liberal:
        Según los teóricos del movimiento, el libre mercado es el culmen de la evolución humana, ya que es la respuesta a la consecuencia de la división del trabajo. Se divide el trabajo, lo que implica intercambios económicos y así se forma el mercado. Sin embargo, esto es falso. Esa idea de que el continuum es un hombre primitivo solo, autosuficiente, no existió nunca. Siempre hubo división del trabajo y esto llevaba a la redistribución y a la reciprocidad, que son los dos sistemas económicos que se oponen al mercado libre. 
       Las implicaciones sociales sociales del liberalismo económico son demoledoras para la sociedad. Para que el mercado funcione tienen que formar parte de él todo los factores de la producción: tierra, trabajo y dinero. Tierra y trabajo, que fuera del sistema de mercado nunca serían consideradas como mercancía, aquí lo son porque el sistema de mercado siempre busca beneficios. Para ello hay que hacer gastos y eso significa ponerle precio a todo. El trabajo necesario de los humanos tiene un precio al que llamamos salario. El de la tierra es la renta. Renta y salario dependen de la ley de la oferta y la demanda y de los beneficios. De este modo se subsume al hombre y la tierra a las leyes de mercado, se los aniquila. La actividad de los hombres, que es la esencia de la sociedad, se subordina a la economía de mercado. Así, en el sistema liberal las únicas relaciones sociales que se valoran son las basadas en el contrato. Y la producción acaba envuelta en sus círculo demencial de oferta y demanda que nos lleva a cometer acciones tan irracionales como, por ejemplo, tirar toda la producción de cereal para que no caigan los precios, aunque medio mundo se muera de hambre.
        Por si todo esto dicho en 1944 no bastase para explicar la actual crisis económica, Polanyi previó el modo en que los gobiernos actuales tuvieron que salir al rescate de la gran empresa. Porque este sistema de libre mercado también amenaza a la producción. Si todo depende de la ley de la oferta y la demanda, muchas empresas e industrias no aguantan los vaivenes de un sistema totalmente desrregulado. Entonces es cuando los estados tienen que resocializar la economía y gastarse un montón de pasta en rescatar a los bancos y subvencionar la producción industrial de coches, etc...

jueves, 12 de junio de 2014

David Garland: La cultura del control.







        El acaloradísimo debate tras la derogación de la doctrina Parot; el padre de Mariluz, la niña asesinada por un pederasta, paseado por la televisión; la indignación popular ante Miguel Carcaño, el asesino de Marta del Castillo; la durísima ley de seguridad ciudadana de Fernández Díaz; ese mimo ministro que encarcela a un par de personas por verter comentarios de muy mal gusto en Twitter; y otras muchas cosas más, todos fenómenos aislados hasta que leí La cultura del control.
     David Garland divide en dos fases bien diferenciadas la historia del delito en la era actual.
David Garland
La primera de ellas abarca desde el final de la Segunda Guerra mundial hasta la década de los setenta. Es lo que comúnmente se conoce en Estados Unidos como welfare y en Europa como socialdemocracia. La filosofía que había detrás de esta organización social era la propia de la Ilustración. Se considera que el individuo es bueno por naturaleza y que el delito es el resultado de una mala socialización, de una educación desviada o de la marginación. La lucha contra el crimen se concretaba en una serie de prácticas políticas encaminadas a paliar dicha marginación, como ayudas sociales para evitar la aparición de esas condiciones de vida, y en prácticas educativas de resocialización. La cárcel no era el justo castigo de un pérfido delincuente, sino un instrumento para reeducar a víctimas de un sistema injusto -programas de reinserción-.

     A partir de 1970 en el mundo anglosajón triunfa el modelo neoliberal. El hombre ya no es ese ser inocente corrompido por la sociedad, sino un animal egoísta movido por sus propios intereses, las más de las veces espúreos. Se acabó Rousseau; es el tiempo de Hobbes -y hasta de Schopenhauer, diría yo-. 
    Surgen las críticas al modelo penal socialdemócrata, al que se tacha de inoperante -la cárcel no rehabilita, sino que empeora-, de ser carísimo -cuesta mucho sin resultados-, y de totalitario, ya que no respeta al individuo al obligar a todas las personas a ser iguales dentro de la legalidad. 
    En cuanto al castigo, la nueva filosofía neoliberal reduce todo a modelos económicos que aplican a otras esferas del comportamiento humano. Interpretan así el delito a partir de la teoría de la acción racional: el hombre se inclina al delito por naturaleza, luego hay que poner unas penas tan fuertes que hagan que delinquir no merezca la pena en el balance costes/beneficios. 
       Asímismo, el neoliberalismo exalta al individuo por encima de todas las cosas. El delito es
el resultado de una decisión individual. No se cree, como en el modelo socialdemócrata, que las personas son víctimas de sus circunstancias, sino que se sostiene que ser humano siempre es libre para elegir. La responsabilidad del delito se desplaza así de la sociedad al individuo. No habrá piedad ni derechos para esos malvados delincuentes. Se los castiga con penas de muerte, trabajos forzados y a vestir ropa de rayas. Los derechos de los delincuentes desaparecen. Para ello se apela al derecho de las víctimas y de sus familias, a las que no se duda en exhibir por platós de televisión para edificar a los telespectadores con su sufrimiento.

     En cuanto a la prevención del delito, los cambios se orientan más hacia el control que el bienestar social y la educación. El delito no está causado por la privación, sino por un control inadecuado. La única forma de luchar contra él es con políticas de control. Este control se da en varios niveles:

     a) En una filosofía que exalta al individuo, es lógico que la responsabilidad de la seguridad propia recaiga en uno mismo. Ponemos alarmas en nuestras casas y nuestros negocios, los americanos llevan armas, sprays de defensa, vivimos en urbanizaciones con seguridad privada, etc...

      b) Ya que si tenemos la oportunidad, todos delinquiríamos,
lo que hay que hacer es evitar todas esas posibles situaciones: se ponen cámaras, verjas de seguridad, hay guardas por todas partes, etc...


  c) La función de la cárcel, además de castigar a los malvados, sirve para encerrarlos, apartarlos y que dejen de ser un peligro potencial. Cuanto más tiempo estén fuera de la circulación, mejor. Mientras estén en prisión, no tendrán oportunidad de delinquir.





     Paradógicamente, este Estado obsesionado con controlar, reconoce que no es capaz de
Cárcel privada en Chile
atajar el delito. Y así lo asume todo el mundo. La responsabilidad se traspasa a agentes externos como campañas de concienciación, y surgen diversos espacios privados con seguridad privada, como los centros comerciales. Es la privatización de la seguridad, una oportunidad de hacer negocios, actividad en torno a la cual gira toda la filosofía neoliberal. Esta oportunidad de ganar dinero llega incluso a la gestión privada de las cárceles.

       Como se desprende de lo que he explicado aquí, Garland sostiene que el cambio en las
políticas penales y de prevención del delito son consecuencia de un cambio en el modelo socioeconómico, del paso de la socialdemocracia al neoliberalismo. Él dedica un montón de páginas a diseccionar este cambio. Resumirlas aquí sería demasiado tedioso. Me quedo con los aspectos que me parecieron más interesantes:

   1. Durante la socialdemocracia, la política penal estaba en manos de expertos profesionales. Ahora, en el neoliberalismo, son los políticos los que la determinan con sus soflamas populistas de mano dura con los criminales. Se ha degradado el conocimiento científico por el sentido común y esa experiencia que supuestamente tenemos todos.
        2. Hay una continua y sistemática propaganda del miedo para justificar el cambio en las políticas penales. Se le da una cobertura excesiva a los delitos, de modo que el ciudadano medio tenga una permanente sensación de sentirse amenazado. Cualquiera puede ser una víctima. Hay una percepción social de que el delito ha aumentado muchísimo en los últimos años y que el sistema socialdemócrata no ha hecho nada para solucionarlo. Se construye así un público temoroso y resentido. El sistema económico neoliberal hace que las personas vivan con miedo a bajadas de sueldo, a perder su empleo, etc... Esta inseguridad vital y económica se redirige por medio de la propaganda de la que acabamos de hablar hacia inseguridad hacia el delito y así se justifican las políticas represivas. -de esta última idea se hace eco Löic Wacquant en El estado de la inseguridad social-.
         

martes, 10 de junio de 2014

Benjamin Black / John Banville



       Benjamin Black es el psedónimo que utiliza John Banville para escribir novela negra. Se ve que la alta novela no le da el suficiente dinero y tiene que hacer unos bolos comerciales para mantener el ritmo de vida. No lo juzgo por ello. Cada cual se busca la vida como puede y con tal de que no le haga daño a nadie no tengo nada que objetar.
    Hace tiempo que leí por primera vez algo de Banville. Si he de ser sincero, no me entusiasmó, no sé si porque no estaba en el momento adecuado, si porque esa exuberancia verbal me cargó. No descarto volver a leerlo en un futuro. Tal vez sea tan buen escritor como dicen Rodrigo Fresán, Javier Marías y demás popes de la literatura en castellano. Tal vez todas estas críticas y esa batería de premios sólo sean parte un plan de marketing. No sería la primera vez.
   En cualquier caso, el reciente premio príncipe de Asturias me pareció una buena oportunidad para leer algo suyo, pero no lo que hace en calidad de autor de culto -después de leer Warlock (*) hay que esperar un tiempo hasta estar preparado para leer a un grande-, sino la serie de novelas negras que escribió bajo el pseudónimo de Benjamin Black.
       Que yo sepa, la narrativa negra de Banville/Black puede dividirse en tres grupos:
     a) La rubia de los ojos negros, la novela en la que continúa las aventuras de Philip Marlowe con el consentimiento de herederos de Raymond Chandler.
     b) La saga de Quirke.
     c) El lémur, que es una novela independiente.

    En todas estas novelas Banville/Black se mantiene fiel al género negro. Un crimen, personajes misteriosos, un investigador, un drama familiar y todo eso. No busca hacer nada nuevo, no trata de sorprender al lector con un final en el que le da la vuelta a la trama, ni se propone hacer una revisión postmoderna del género para ganarse el aplauso de la crítica. Nada de eso. Simplemente una colección de novelas de negras construidas a partir de los tópicos fijados desde Chandler y Hammett. Y lo hace bien. Desde luego mucho mejor que lo que están haciendo en España Lorenzo Silva o Alicia Giménez -si os interesa una lista de los que se supone que son los diez mejores escritores españoles de novela negra podéis pinchar aquí, aunque ya os aviso de que ninguno es nada del otro mundo-.
    Volviendo a Benjamin Black, es un autor correcto. Creo que cuando hablé de La verdad sobre el caso Harry Quebert, comenté que un amigo siempre me decía que lo que más le carga de los autores de género es que no se limiten a hacer literatura de género, sino que intenten convencernos de lo buen escritores que son dándole vueltas a los tópicos o introduciendo reflexiones filosóficas o existenciales. El problema es que la mayoría de los géneros son lo que son y no dan para más. En una de las novelas de la saga del sargento Bevilacqua, Lorenzo Silva nos lleva al protagonista a Cataluña y aprovecha para hacer una apología del entendimiento entre Madrid y Cataluña y del respeto hacia el catalán. A mí me parece muy bien que le preocupe la intolerancia política, pero hubiese sido mejor expresar sus inquietudes en un artículo de El Semanal de El País que intentar colárnoslas de tapadillo en su novela, porque resultan un pegote. Si quiere hacer una novela sobre la intolerancia política, que haga una novela sobre la intolerancia, no un batiburrillo de detectives y fachas. Pues bien, Black no cae en ese error. Hace lo que hace, sin complejos. Y eso se agradece, porque sus novelas se leen bien, sin estridencias que te echen de la lectura.
     Si tengo que destacar algo de toda su narrativa negra, me quedo con un par de detalles:
    En primer lugar, la crítica ha tendido a calificar La rubia de los ojos negros, la obra que retoma a Philip Marlowe, como superior a las novelas originales de Chandler. A mí esto me parece mucho decir y mucho me temo que se trata más de una estrategia comercial que de una verdad, sobre todo si tenemos en cuenta que uno de los abanderados de esta postura es Rodrigo Fresán, amigo personal de John Banville y una de las personas a las que dedica la novela. La rubia de los ojos negros es una buena novela que sigue la línea de Chandler. Por momentos se nota que el autor es Banville/Black y no Chandler, pero creo que eso se debe más a las inevitables cuestiones de estilo que a otra cosa. Lo interesante de la obra, y lo que realmente la pone en valor, es que es fiel al modelo y cuela como una novela más de Chandler.
     Y en segundo lugar, me gusta mucho que la saga de Quirke esté protagonizada por un señor más o menos normal, un forense que fuma y bebe cerveza y whisky y hace cosas de gente normal. Uno de los tópicos de la novela detectivesca era que el protagonista fuese una persona especial, diferente. Como todos los tópicos, fue extremándose con el paso del tiempo, hasta el punto de que hoy en día nos encontramos con cosas como las de True Detective, que, de tan raros que son, resultan rocambolescos -si te interesa mi opinión sobre True Detective pincha aquí-. Quirke, por el contrario, es un señor normal, lo que permite a Black/Banville desarrollar el drama familiar del protagonista con bastante mayor verosimilitud que, por ejemplo, la serie de la que acabamos de hablar.
     En conclusión, Benjamin Black es un escritor recomendable para los lectores de género, que no verán defraudadas sus expectativas. Si no te gusta la novela negra o esperas que te sorprenda con florituras en la acción o una revisión del género, no pierdas ni un segundo con él.


P.D. La BBC ha hecho una adaptación televisiva de las novelas de Quirke. Por ahora sólo hay tres -la primera temporada-. Aunque la serie está protagonizada por el grandísimo Gabriel Byrne, no es tan buena como cabría esperar.


John Banville o Benjamin Black

domingo, 8 de junio de 2014

Oakley Hall: Warlock





    Warlock tiene absolutamente todos los tópicos del western: 
1) un pueblo en un territorio virgen, donde los hombres luchan por salir adelante en un mundo violento. Un símbolo del nacimiento de una nación.
2) el pistolero famoso, al que persigue su leyenda, que está pasando un crisis existencial. Como no podía ser de otra manera, este pistolero es contratado como comisario.
3) el jugador fullero, cínico, cansado de vivir, al que ya nada motiva en la vida.
4) la mujer de buen corazón, que se enamora del pistolero.
5) la prostituta que ha sido novia del jugador fullero, pero que intuimos que sólo las circunstancias la han condenado a esa vida de perdición.
6) el juez alcohólico, que es la conciencia del pueblo.
7) los mineros, sus problemas con la empresa y la fiebre del oro.
8) el doctor.
9) el consejo de ciudadanos que contrata al comisario. Gente cobarde, que sólo parece moverse por sus intereses mezquinos.
10) un general loco cuya existencia sólo tiene sentido en una lucha eterna y desesperada contra un jefe indio al que persigue conmo Ahab a Moby Dick.
11) una banda de cuatreros/ bandidos que tienen aterrorizado al pueblo.
12) el periodista y el periodismo sensacionalista, que vive de crear falsas leyendas de pistoleros agrandadas y deformadas.
13) hasta Billy el Niño.
    Y lo más increíble de esto es que con este material no Oakley Hall no haya hecho un refrito, un pastiche espantoso que colocarle a los estudios de Hollywood en la época dorada del western. 
    Warlock es lo más cercano que me he leído a la tragedia griega en los últimos años. Sobre todos los personajes sobrevuela el destino trágico, ese duelo final que sabemos que devorará a los héroes. Nada de esas reflexiones angustiadas por no encontrarle el sentido a la vida, de hombres pequeños abrumados por un mundo pequeño del que nos hablan los autores americanos actuales. Una auténtica tragedia griega plagada de héroes enfrentados a un destino reservado sólo para los grandes hombres.
    Ni uno sólo de los personajes son lo que parece. No hay buenos ni malos, bajo esa apariencia de estereotipo, cada personaje es redondo, lleno de matices hasta abrumar al lector con la complejidad de su carácter. 
    Y estos personajes maravillosos se tendrán que enfrentar una y otra vez, casi sin descanso, a situaciones difíciles, donde la elección siempre es entre dos opciones que acarrearán consecuencias negativas para ellos y la gente que les rodea. Decisiones difíciles, ni siquiera con la opción de quedarse con el mal menor, porque no lo hay.
    Cuando uno lee algo realmente grande y quiere transmitir a los demás lo que sintió, no bastan las palabras del crítico literario, cuyo discurso diseccionador sólo sirve para alejarse de la emoción. Como la contemplación de la belleza humana no puede explicarse como un corazón, un hígado y unos huesos, la experiencia de la lectura no puede reducirse a nociones estructuralistas, del New Criticism o de la estilística. Podría hacer aquí un análisis sesudo de Warlock, lleno de referencias académicas, y lo único que conseguiría es que alejarme de la emoción que uno siente al leer esta obra de casi setecientas páginas. Cuando leo algo que realmente me ha gustado y quiero transmitir lo que siento, sólo puedo repetir las escenas, algunas frases o diálogos literalmente. No lo haré aquí porque no quiero estropearos nada de la novela. Leed esta obra de la que Thomas Pynchon dijo "una de nuestras mejores novelas americanas, es el escenario de una compleja red de conflictos morales y personales a los que se ven enfrentados varios pistoleros y hombres fronterizos en una ciudad del lejano oeste, Warlock". Ahora ya sé dónde salieron escritores como Cormac MacCarthy.
    Y lo mejor de todo es que forma parte de una trilogía y aún me quedan dos por leer.

    P.D. Se hizo una adaptación cinematográfica de la novela con Henry Fonda y Anthony Quinn. La película en inglés se llama Warlock, pero en castellano se tradujo como El hombre de las pistolas de oro. Es una buena película, pero ni de lejos llega la complejidad de la novela. 

miércoles, 4 de junio de 2014

La Tercera República a debate



     El rey ha abdicado. Los dos grandes partidos se apresuran a sacar una ley que asegure la sucesión a su hijo Felipe. Mariano Rajoy niega la posibilidad de un referendum para que los españoles decidan si quieren un sistema monárquico o una República aduciendo que la mayoría de la población está de acuerdo con la Monarquía. La prensa publica día tras día encuestas que sostienen que los españoles apoyamos al nuevo rey. Pese a todo, el debate está en la calle y en las redes sociales. Los dos grandes partidos siguen negando el referendum a pesar de que, si el resultado fuese tan abrumador como sostienen, la institución monárquica, que está siendo tan cuestionada, se vería refrendada. Cada vez que Cayo Lara, Pablo Iglesias o cualquier otro líder de la izquierda política pidiese la Tercera República, podrían callarle la boca con el resultado aplastante de unas elecciones plebiscitarias. Pero no lo hacen. Por algo será.

Manifestación republicana. No parecen pocos.


     Hay muchos argumentos a favor de proclamar la Tercera República. El primero y más evidente es que República y Monarquía se sostienen sobre principios cívicos diferentes. La primera se basa en la igualdad de todos los ciudadanos, sea cual sea su origen. La segunda implica aceptar la diferencia de una casta de individuos que por pertenecer a una determinada familia están mejor preparados para regir los destinos de la ciudadanía, incapaz de gobernarse a sí misma. Mi amigo T sintetizó este argumento en el siguiente whatsapp:

     Para mí el ambiente social español está viciado por esa veneración a la Familia Real, al “saber estar”, al “hay instituciones que se deben respetar”, etc... Todo eso crea una sensación de inferioridad en el pueblo, que no es tan fino y educado como sus gobernantes, y provoca que no se haga cargo de su responsabilidad de organizarse por sí mismo. Con la Monarquía somos como niños imitando a mayores.

   No dudo que, como sostiene la propaganda institucional, Felipe de Borbón esté muy, muy, muy preparado. Pero ¿por qué él? ¿es acaso el mejor de los españoles? ¿y, si es así, quién lo ha decidido? ¿ha habido igualdad de oportunidades para que cualquiera pudiese ser el mejor?

     El segundo argumento es que España necesita un cambio, una segunda transición. La crisis española es mucho más que un ciclo económico desfavorable. El paro estructural, la corrupción endémica, las tensiones territoriales, etc... son problemas que demandan una solución radical e inmediata. Y nadie con dos dedos de frente puede ver en el cambio de Juan Carlos por Felipe “una nueva era” o una “renovación”, por mucho que se esfuercen en vendernos esa imagen de monarquía moderna con una reina de clase media. Como dijo mi amigo T, “se renueva más mi coche cuando cambio el aceite”. El paso de la Monarquía a la República puede ser el primer tajo para abrir el melón de la Constitución y arremeter todos los cambios que necesita este país.

     Hasta aquí, más o menos, todos los republicanos estamos de acuerdo. Pero hablar de República así, en abstracto, no es decir mucho. Es defender solamente que no haya rey, pero ¿qué clase de República queremos? Porque no es lo mismo la República Popular China, la Bolivariana de Venezuela que la Federal alemana o la estadounidense. Evidentemente, cuando se habla de República Española, nadie piensa en China ni en Corea del Norte -una República dictadura hereditaria que sería muy graciosa si su Amado Líder no matase de hambre y represión brutal a su pueblo-. Todos queremos una República europea civilizada y democrática. Si pongo ejemplos tan extremos es para visualizar que hay un amplio abanico de posibilidades y para demostrar que puede haber más distancia entre dos formas de República que entre una Monarquía Parlamentaria y una República como, por ejemplo, la alemana.
     La forma de República más popular, quizá por pionera, es la norteamericana, con un Parlamento y un Senado independientes resultado de unas elecciones también independientes. El Parlamento diseña las leyes y el Senado sanciona. Si Parlamento y Senado son del mismo color, no hay ninguna dificultad: la aprobación de una ley no es más que un trámite. Sin embargo, los norteamericanos llevan muy a gala su tendencia a elegir Parlamentos y Senados de distinto color político para que uno controle a otro y el Presidente no pueda ejercer un poder absoluto. La consecuencia directa de esta bicefalia es que todas las leyes tienen que ser aprobadas por consenso. Dicho así suena muy bien: todas las leyes son el resultado del acuerdo casi unánime de los ciudadanos. Pero en la práctica este Parlamento sometido al Senado supone que da igual quién te gobierne porque, en última instancia, los ciudadanos tendrán siempre una política estatal de centro, a medio camino entre los dos partidos. Y a mí me gusta que se note quién gobierna, aunque no sea el partido al que he votado. La alternancia política consiste exactamente en eso, en que un cambio de gobierno suponga un cambio en los modos de hacer política, no una postura oficial de centro perpetuo. Esta política
El pobre Obama pensando en la sanidad universal.
centrista ha servido, entre otras cosas, para que Obama se quedase a medio camino con la reforma de la sanidad universal y siga habiendo millones de ciudadanos sin la cobertura médica mínima y las aseguradoras privadas continúen haciendo el agosto con la sanidad. Y, a tenor de lo que hemos visto en España cuando PSOE y PP se han puesto de acuerdo -reforma exprés de la Constitución para fijar el techo de deuda por orden de Alemania-, podemos imaginarnos lo que sería este país -eso si son capaces de ponerse de acuerdo en algo, cosa que dudo-.
      Otro factor a tener en cuenta a la hora de diseñar la hipotética Constitución Republicana, es en dónde recae el poder en la práctica. En teoría, en todas las constituciones democráticas la soberanía recae en el pueblo. En la práctica todos sabemos cómo el poder financiero controla en su propio beneficio a los 
Lo que pasa en Sudán. Podéis ver más aquí
gobiernos, sean cuales sean. Así, la democracia de las barras y las estrellas mandó a sus marines a Irak y Afganistán y pasa olímpicamente de otros estados y dictadores por lo menos tan malos como Sadam o los talibanes, pero que no tienen ni gas ni petróleo, como, por ejemplo, Sudán. Y también así hemos de asistir con una frecuencia intolerable a gobiernos que legislan en contra de sus ciudadanos sólo para defender los intereses del gran capital. Por ello, el cambio de la Monarquía a la República debe ser algo más que una modificación en los escudos oficiales. De lo contrario, la vida del ciudadano medio no cambiará más que nominalmente. Si el poder en la nueva República no recae efectivamente en los ciudadanos, seguiríamos teniendo un sostén de clases, ricos que mandan y ciudadanos explotados, y se habrá cumplido una vez más la célebre máxima de El Gatopardo: “que todo cambie para que nada cambie”.
     Algunos defensores de esta forma de República del capital -como es el caso de los republicanos norteamericanos y algún neocon del PP- objetarán que se trata de una República libre y apelarán al ideal calvinista, al calling divino, o, en otras palabras, a eso de que “si te has hecho rico, es porque te lo merecías”. No voy a detenerme aquí a evidenciar la falacia del capitalismo protestante apelando a la falta de igualdad de oportunidades y todo eso que ya sabemos. El caso es que en una República en la que los ciudadanos aceptan que se gobierne en su contra es una forma de violencia simbólica. Los ciudadanos sometidos asumen su explotación como una ley natural, y así no solucionamos esa sensación de inferioridad de los gobernados con respecto de los gobernantes de la que hablaba mi amigo T cuando se quejaba de la Monarquía -sólo hay que leer El Gran Gatsby o Pastoral Americana de la que hablé aquí-.
     Por todo ello, si no queremos que la Tercera República no sea el mismo sistema de siempre con un lifting, habría que abrir el melón de la Constitución y plantear de verdad cuestiones como la laicidad del Estado -que no aconfesionalidad-, la garantía real de una vivienda -esto no es una quimera, basta recordar las viviendas sociales en el Reino Unido antes de Margaret Thatcher-, listas abiertas en la elección de representantes, diputados que tengan que responder personalmente ante sus electores -como por ejemplo en Inglaterra-, el Estado Federal, la Seguridad Social, el autogobierno de los jueces y un montón de cosas más que podéis encontrar desperdigadas en los programas electorales de algunos partidos.
    Desgraciadamente, no soy muy optimista al respecto. Mientras el mundo siga gobernado por fundamentalistas neoliberales, dudo mucho que una verdadera República Democrática pueda existir. Pero no por ello dejaré de pedirla -por lo menos hasta que el Ministro del Interior considere mis peticiones como soflamas antisistema que incitan al odio y la violencia, que todo se andará.-.





Otras manifestaciones republicanas

lunes, 2 de junio de 2014

Philip Roth: Pastoral Americana.





     Hacía mucho tiempo que había leído La mancha humana y alguna que otra novela de Philip Roth, pero nunca me había metido con la que se supone que es su mejor novela. La semana pasada Roth anunció por tercera vez que dejaba la literatura. Y entonces pensé que era una buena oportunidad para leer Pastoral Americana y, de paso, hacer una reseña en el blog. 
    La novela nos cuenta la historia del Sueco, un judío triunfador que ha hecho todo lo que la sociedad norteamericana espera de una persona. Fue un deportista excelente, se alistó en los marines durante la Segunda Guerra Mundial, era guapo, se casó con una miss, hizo prosperar el negocio familiar de fabricación de guantes y, además, era buena persona. Era tolerante, trataba de ponerse en la piel de los demás y no se comportaba como un capitalista despiadado. Se preocupó por sus trabajadores y no se llevó su fábrica a un país del tercer mundo para optimizar beneficios pagando salarios de miseria. Era lo que se dice un buen chico. Lo tenía todo para triunfar y, sin embargo, algo se torció y su vida se convirtió en un infierno. Le salió una hija problemática que se convirtió en terrorista.
      Bajo esta trama, Roth desarrolla el tema por antonomasia de las novelas norteamericanas modernas: la falacia del ideal del capitalismo protestante -lo que comúnmente se conoce como la ruptura del sueño americano-. El Sueco había hecho todo lo que le habían mandado y acabó teniendo una vida de mierda. Los cambios políticos, sociales y, sobre todo, generacionales, lo sobrepasan. Ese buen chico self made man no está preparado para afrontar los acontecimientos que tendrán lugar en su vida. Asiste a todo con una actitud abierta y tolerante que sólo sirve para provocar el odio y el resentimiento de una hija desequilibrada y de un hermano egoísta, y para que su mujer se embarque en una serie de depresiones que acabarán con ella en una clínica de cirugía estética sólo para ocultar bajo la belleza de la nueva cara operada el sufrimiento de una vida desperdiciada. Por si esto no fuese suficiente, esa educación basada en una idealización de la filosofía de Emerson no lo prepara para la hipocresía que rezuma la clase media americana de blancos anglosajones. Como en Terciopelo Azul, todo lo que hay bajo la fachada no es más que mentira y degradación moral.
          En general, la crítica está rendida a los pies de Philip Roth. Si uno quiere estar medianamente al día de lo que se cocía en la literatura de los últimos tiempos, tiene por fuerza que leerlo. Poco puedo decir de la novela que no se haya dicho ya. La red está llena de blogs con comentarios y exégesis. Escribir algo sería repetir lo ya dicho. Pero no me resisto a comentar tres cosas:
        En primer lugar, tengo que reconocer que Pastoral Americana es una buena novela. Si alguna crítica se le ha hecho -que alguna hay-, es que es la enésima obra que trata la ruptura del sueño americano -hace nada hablé aquí de Submundo de Don DeLillo. Desmerecer la novela por esto es una chorrada, porque todas las novelas naturalistas de mediados del S. XIX tratan sobre la influencia del medio en el ser humano y no por eso Zola o Emilia Pardo Bazán dejan de ser grandísimos escritores. El escritor habla de lo que le rodea, porque son los temas que están en boga en el momento y porque es lo que conoce. Evidentemente, si encadeno seis novelas seguidas que tratan la ruptura del sueño americano, acabaré hasta las narices. Y lo mismo si encadeno ocho novelas naturalistas. Pero esto no es un problema de las novelas en sí, sino del modo en que uno las lee.
        En segundo lugar, quisiera prevenir al lector de que Pastoral Americana es una novela densa. Arranca muy potente, con un narrador testigo que conoció al Sueco de joven y del que se declara abierto admirador. Nos cuenta un par de encuentros con el Sueco ya anciano, nos habla de su juventud y nos refiere sucintamente cómo muere. Pero, a partir de ahí, la acción parece detenerse, como desaparecer. El narrador pasa a contarnos lo que sucedió entre la juventud y esa muerte de cáncer de próstata de la que se entera por medio del hermano, pero apenas sin hechos, centrándose casi exclusivamente los procesos mentales de los personajes. Las descripciones de los sentimientos, los razonamientos y las sensaciones son prolijas, de modo que a partir de la página cien la novela resulta un tanto lenta e, incluso, exasperante. Los clímax de tensión se diluyen en las disquisiciones de los personajes. La última escena de la novela es una cena en la que se reúnen el Sueco, su mujer y unos amigos. No os estropearé el final. No quiero ser un spoiler. Pero yo, mientras la leía, me desesperaba porque alguien hiciese algo de una puta vez y se dejase de tanta reflexión y tanto sentimiento. 
      Y en tercer lugar, tengo la sensación de que Roth fue un poco rácano con los personajes femeninos. No sólo porque los condena moralmente a todos, sino porque no acabo de creérmelos, especialmente a la hija terrorista. Afortunadamente no conozco a nadie que se haya metido en un grupo terrorista a los dieciséis años, pero dudo mucho que el proceso mental sea parecido al que experimenta esta chica.
       En cualquier caso, y pese a que es una novela lenta y floja con los personajes femeninos, hay que leerla, aunque sólo sea para saber por dónde van los tiros de la narrativa en los últimos cincuenta años.

    P.D. Pastoral Americana es la primera parte de una trilogía que completan Me casé con un comunista y La mancha humana. No hace falta leerlas por ese orden. Ni siquiera hay que leer las tres, porque son independientes unas de otras.