lunes, 3 de marzo de 2014


En contra de la superstición de la cultura como deber del ciudadano.


            Después de releer el artículo “De qué hablamos cuando hablamos de integrar”, me quedé un poco preocupado por si pudiese interpretarse como un canto a las excelencias de nuestro discurso cultural occidental. Por eso he decidido dejar un par de cosas claras:

            Primero:

            Que siempre haya un discurso hegemónico no quiere decir que ese discurso sea  monolítico e inamovible. Si eso fuese así, seguiríamos viviendo como en la Edad Media. Ya he repetido hasta la saciedad que las sociedades son entes heterogéneos en los que conviven diferentes facciones culturales tratando de imponer su discurso. Incluso el discurso de una facción sufre variaciones a lo largo del tiempo fruto de las presiones y de cambios externos como pueden ser, por ejemplo, avances tecnológicos o nuevos descubrimientos. Nuestro deber como ciudadanos es tratar de que el discurso hegemónico se adecúe lo más posible a esos valores éticos universales a los que he aludido veladamente en repetidas ocasiones. La libertad, la tolerancia, la no violencia, etc… son valores universales que están más allá de las culturas. Cualquier antropólogo relativista me dirá que la libertad, la tolerancia y la no violencia son valores culturales y que considerarlos como universales es etnocéntrico, por lo que hay que respetar cualquier manifestación cultural porque yo no puedo juzgar el significado de esa práctica desde fuera de su cultura. Le reconozco ciertas cuotas de verdad a estos argumentos. Ya he sacado a colación en repetidas ocasiones a los yanomamo, una etnia indígena que vive desperdigada por el Amazonas, entre lo que hoy en día es Venezuela y Brasil, considerada como uno de los grupos étnicos más belicosos de la historia. Entre los yanomamo la no violencia no sólo no es un valor ético positivo sino, muy al contrario, cualquier gesto en ese sentido es severamente reprendido como cobardía, lo que nos lleva a concluir que la no violencia no es un valor ético universal, sino que está determinado por la cultura. Cierto. Pero esto no quiere decir que la no violencia no sea deseable. Desde finales del siglo XIX, con el auge de los nacionalismos, se ha dado una hipervaloración de lo cultural, como si cualquier fenómeno, sólo por el hecho de ser cultural, fuese respetable. Esto es una superchería de lo más perniciosa. Como todo en la vida, hay prácticas culturales buenas y prácticas culturales malas. Buenas son aquellas que le hacen el bien a nuestros semejantes y malas son aquellas que acarrean el mal. Lo siento mucho por los yanomamo, pero por mucho que los relativistas insistan en ello, no veo en qué beneficia a sus congéneres ser atacados por una aldea vecina, asesinados los hombres y las mujeres raptadas como botín de guerra. Me importa un pito que sea una práctica cultural. Es una práctica cultural negativa y por eso debe erradicarse. Lo mismo sucede con la ablación femenina. Esta práctica cultural, que se da en ciertos territorios musulmanes a pesar de que está prohibida por el Islam, consiste exactamente en la mutilación genital femenina. Esta mutilación puede darse de diversas formas y va desde la amputación del prepucio del clítoris a la circuncisión faraónica, que llega hasta la extirpación del clítoris, los labios menores y mayores y un posterior cosido de la zona hasta dejar un orificio minúsculo para la evacuación de la sangre y la orina. Aunque la fuente sea la Wikipedia, al loro con la descripción de esta práctica que hace Amnistía Internacional:

                Sientan a la niña desnuda, en un taburete bajo, inmovilizada al menos por tres mujeres. Una de ellas le rodea fuertemente el pecho con los brazos; las otras dos la obligan a mantener los muslos separados, para que la vulva quede completamente expuesta. Entonces, la anciana toma la navaja de afeitar y extirpa el clítoris. A continuación viene la infibulación: la anciana practica un corte a lo largo del labio menor y luego elimina, raspando, la carne del interior del labio mayor. La operación se repite al otro lado de la vulva. La niña grita y se retuerce de dolor, pero siguen sujetándola. La anciana enjuga la sangre de la herida y la madre, así como las otras mujeres, "verifica" su trabajo, algunas veces introduciendo los dedos. La cantidad de carne raspada de los labios mayores depende de la habilidad "técnica" de quien opera. La abertura que queda para la orina y el flujo menstrual es minúscula. Luego, la anciana aplica una pasta y asegura la unión de los labios mayores mediante espinas de acacia, que perforan el labio y se clavan en el otro. Coloca tres o cuatro a lo largo de la vulva. Estas espigas se fijan con hilo de coser o crin de caballo. Pero todo esto no basta para asegurar la soldadura de los labios; por eso, a la niña la atan desde la pelvis hasta los pies. Le inmovilizan las piernas con tiras de tela.

            Esto está mal porque provoca serios perjuicios a la niña.

            Podíamos seguir con la lista de prácticas culturales nocivas. Podríamos, por ejemplo, hablar de los sacrificios humanos entre los aztecas o del canibalismo de los indios caribes, que atacaban a sus vecinos arawak para conseguir botín y, de paso, capturaban a sus niños, los castraban y los criaban para comérselos luego, como si de bueyes cebones se tratase. Pero creo que con los casos extremos de la ultraviolencia entre los yanomamo y la ablación de clítoris ya es suficiente.

            Que todos los ejemplos analizados hasta aquí sean de culturas diferentes a la nuestra es sólo por claridad expositiva. Si hubiese escogido prácticas culturales nuestras no nos hubiesen parecido aberraciones porque hemos convivido tanto tiempo con ellas que han acabado por parecernos normales. Pero pensad, por ejemplo, en una costumbre tan occidental como la de vivir hacinados en monstruosas urbes. Como consecuencia de la Revolución Industrial, el campo se despuebla de trabajadores que acuden a las ciudades en busca de empleo en las nuevas fábricas. Este movimiento se acentúa desde mediados del siglo XX con la revolución de las nuevas tecnologías y hoy en día tenemos a millones de personas viviendo en capitales. Como somos muchos y no hay espacio para todos, el precio del suelo se dispara. Los trabajadores menos asalariados –que son la inmensa mayoría- no pueden pagarse una vivienda cerca de su puesto de trabajo y tienen que desperdiciar horas diarias desplazándose para trabajar, con la considerable merma del tiempo que pueden disponer para sí mismos y para su realización personal. A esta nefasta práctica que atenta contra la felicidad del individuo –difícilmente uno puede alcanzar la felicidad levantándose a las seis de la mañana para pasar una hora encerrado en el metro hasta llegar a un trabajo alienante en el que pasa entre ocho y nueve horas para volverse a meter al final de la jornada otra hora de metro y llegar a casa lo suficientemente cansado para no pensar que el día de hoy ha sido exactamente igual al de ayer, al de mañana y al de los próximos treinta años- hay que sumarle el desperdicio de energía en coches, metros y trenes, lo que nos obliga a hacer un uso abusivo de las energías fósiles que amenaza con destruir el planeta.

            En otro artículo hablé o hablaré de la economía en el sistema de capitalismo de consumo. La economía, como la política o la religión, forma parte de la cultura. Y no se me ocurre un ejemplo más claro de una práctica cultural nociva que la organización económica que surgió de la cultura capitalista occidental, que deja un porcentaje despreciable por ínfimo de ricos, que condena a ingentes masas de población a la pobreza y que a aquellos que tenemos la suerte de tener un trabajo se nos requiere que pasemos cuarenta horas semanales –la mayor parte de nuestra vida- realizando un trabajo alienante a cambio de un sueldo que nos permite malamente pagar la vivienda, la manutención y, si hay suerte, un mes de vacaciones en alguna localidad costera. Eso, por no hablar de un sistema que requiere continuamente de nosotros que compremos cosas que no necesitamos sólo para que la cadena de producción consumo siga funcionando.

            Volviendo al origen de esta argumentación, nuestro deber como ciudadanos pasa por luchar para que el discurso hegemónico se acerque lo máximo posible a esos valores universales que nos hacen la vida mejor a todos los seres humanos. Para ello, en numerosas ocasiones, habremos de enfrentarnos a determinadas prácticas culturales que atentan contra este bienestar y que chocarán contra los paladines del relativismo que, apelando paradógicamente a otro valor universal, el respeto, tratarán de preservar cualquier práctica cultural, independientemente de su naturaleza.

            Segundo:

            Las cosas no son siempre blancas o negras. Que luchemos por imponer un discurso hegémonico no quiere decir que deseemos que todos los ciudadanos sean uniformes, fotocopias unos de otros. Precisamente, uno de los valores universales de ese discurso hegemónico es el respeto por las diferencias y la libertad individual, siempre y cuando uno no se le haga daño a los demás. Si la expresión de esas diferencias es inocua para la sociedad, esta debe velar porque puedan ser expresadas, ya que el respeto y la libertad son valores universales de ese discurso hegemónico al que debemos aspirar. Que un individuo hable en gallego, castellano, catalán o euskera no afecta en principio a la libertad de los demás, siempre y cuando se respete el derecho del otro a hablar en lo que le dé la gana. Una afirmación como esta, tan genérica, estoy seguro de que satisfará a todo el mundo, tanto a aquellos posicionados dentro del llamado nacionalismo periférico, como al nacionalismo españolista. El problema viene cuando la sociedad se plantea el medio por el cual alcanzar esa libertad lingüística. Por eso digo que las cosas no son siempre blancas o negras. Es muy fácil posicionarse con casos extremos como lo que cité antes de la ablación o el canibalismo. Pero una vez que hemos acordado que todos tenemos derecho a hablar en la lengua que nos venga en gana, surge el problema de cómo conseguirlo. En este sentido puedo contar una anécdota que creo que es muy significativa:

            Hará cosa de un par de años me encontré con una antigua alumna en la Universidad de Coruña. Esta alumna procedía del medio rural y yo le di clase en un instituto en el que no se oía una sola palabra en español. No era una opción política, sino que su lengua materna era el gallego y los alumnos no se sentían cómodos hablando en castellano. Repito que no era una cuestión política. En alguna ocasión, como soy profesor de lengua castellana, les pedía que intentasen hablar en castellano, aunque fuese sólo durante la hora de clase. La respuesta era unánime e inamovible: No. Sin embargo, repito que no era una opción política. Cuando hace años, tuve que dar la clase de tutoría en gallego, ellos mismos me pidieron que lo hiciese en castellano, aunque ello contraviniese la ley, porque era evidente que mi expresión en gallego resultaba forzada. Pues bien, años después, me encontré a una de estas alumnas en la Universidad, en Coruña, donde el castellano es la lengua dominante. Y cuál sería mi sorpresa cuando esta chiquita, en presencia de todos sus nuevos compañeros de clase, se dirigió a mí en castellano. Es evidente que no eligió en libertad. Las presiones sociales y los prejuicios la coartaron. Lo lógico, por tanto, sería implementar políticas de discriminación positiva para que los gallego hablantes no vean coartada su libertad porque, como es lógico deducir, la libertad no se ve menoscabada sólo por la prohibición o la represión directa, sino que, con mucha más frecuencia, es la ley no escrita la que rige nuestros comportamientos. Sin embargo, estas políticas de discriminación positiva que llevaron a cabo los miembros del gobierno bipartito que estuvo al mando de Galicia desde 2005 a 2009 hicieron que un alto porcentaje de la población urbana gallega se sintiese agredida en sus derechos de castellano hablantes. Prueba de ello es que el partido conservador recuperó la mayoría en las capitales de provincia, tradicionalmente castellano hablantes, con una única propuesta electoral: que dejaría escoger a los padres el idioma en que se educaría a los niños en las escuelas. Apenas se habló de economía, el medio agrario o política marítima, tan importantes para Galicia. El tema se centró única y exclusivamente en la lengua. El partido conservador excitó a las masas urbanas que se sentían discriminadas en su condición de hablantes de castellano y ganó con una mayoría absoluta arrolladora. Por supuesto, el partido conservador no cumplió su promesa electoral. Se limitó a pasar una encuesta a los padres y siguió con una educación uniforme para todos los alumnos, eso sí, disminuyendo el número de horas impartidas en gallego en favor del castellano y el inglés. Pero ese es otro tema. El caso es que las políticas de discriminación positiva para preservar los derechos de los gallego hablantes hicieron que gran parte de la población se sintiese descontenta.

            La solución a un problema como el que acabo de enunciar y a otros similares, como podría ser la libertad de culto o el acceso al trabajo de las poblaciones de origen inmigrante pasa, como es lógico, porque los poderes públicos ejerzan con responsabilidad, dialoguen y todos cedan para llegar a un acuerdo. Desgraciadamente, en el sucedáneo de democracia que tenemos a los partidos les importa bastante antes detentar el poder que el gobierno responsable de los ciudadanos y no dudan en hacer campañas manipuladoras, llenas de medias verdades, cuando no de mentiras flagrantes, para ganar las elecciones.

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